Damaris Del Carmen Hurtado Pérez: Crítica (II) | Ad Astra

Ad Astra, dirigida por James Gray.

Matar al padre

Crítica ★★★★★ de «Ad Astra», de James Gray.

Estados Unidos, 2019. Título original: Ad Astra. Director: James Gray. Guion: Ethan Gross, James Gray. Productores: Plan B (Brad Pitt, Jeremy Kleiner, Dede Gardner), Keep Your Head Productions (James Gray, Anthony Katagas), RT Features (Rodrigo Teixeira), New Regency Productions (Arnon Milchan), Bona Film Group, MadRiver Pictures. Fotografía: Hoyte Van Hoytema. Música: Max Richter. Montaje: John Axelrad, Ace y Lee Haugen. Reparto: Brad Pitt, Tommy Lee Jones, Ruth Negga, Liv Tyler, Donald Sutherland. 124 min.

Tanto el James Gray cineasta, como el James Gray padre, han sabido abismarse a sus criaturas cinematográficas con terrible desolación, se apiadan de ellos acercándolos lo más posible a los confines de su existencia detonando sensaciones próximas a la muerte. La oscuridad que habita en el cine del director de Cuestión de sangre (1994) es de una dimensión claramente espacial, pero esta dimensión de peregrinación viene acompañada de otra faceta más vicaria, no menos sideral o cósmica, que sitúa su mirada en torno al hombre primitivo. Aquel que en sus orígenes solo busca el sentido de la colonización, de conquistar espacios y territorios que supongan en definitiva un vasto lugar en el que pertrechar un legado, una manera de sentirse cercano a algo, de poseer y dar con ello sentido propio a su realidad. De esta manera todos y cada uno de los grandes cineastas de nuestro tiempo han pretendido fundir su mirada con la mirada de sus personajes y conquistar espacios y mundos a través de ellos. La mayor conquista reside en evitar comparaciones, sin embargo a Gray todos queremos situarlo cerca de otros padres fundadores, en el afán continuista de la modernidad, a la sombra del legado de pioneras esencias norteamericanas que van desde la masculinidad de Scorsese hasta la locura y poesía megalómana de Coppola.

Ad Astra es una cinta que busca en primera línea emparentarse con Apocalypse Now (1979); lo hace en un ángulo ciertamente obtuso en el que confluyen por igual los aspectos literarios de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad (obra seminal de la película), como la figura omnisciente del Coppola creador, inmerso en su locura dejándose la piel en llevar a cabo un proyecto suicida que ni él mismo confiaba en terminar con éxito. Esas resonancias están presentes en el cine de Gray y más cerca en una película como Ad Astra, pero cuando uno deja de lado las primeras impresiones, y se aleja del eje central de la historia, alcanza a entender que las únicas tinieblas de Gray son las que nos evocan a los tiempos de ruptura con la realidad en la conversión de una manera de dirigir y emprender proyectos con claros designios suicidas. Coppola sabe mejor que nadie lo que supone empeñarse hasta los ojos fabricando juguetes rotos, como aquella maravillosa y fatídica empresa llamada American Zoetrope. El deseo de emprender viajes homéricos, justo después de la inflexión de los setenta, lleva a Coppola a filmar Corazonada (1981). Un musical con alma de cuento de hadas cuya cámara bailaba compungida al son de los latidos de un cine adulto que veía su fin ante las propuestas multimillonarias de los grandes estudios y la proliferación de los blockbusters.

Corazonada, trasciende como gesto ficcional y marca autoral de una era muerta, quizás la necesidad de conquistarlo todo llegaba a su fin porque en la exploración los hijos habían querido independizarse de los padres, huir de sus semillas y emprender viajes por caminos distintos. La tristeza y melancolía con la que uno recuerda aquella cinta, filmada con sentimientos de belleza espectral rara vez superados, nos articula teorías en derredor de la melancolía del cine y de esos directores que solos en su locura sabían abismarse a la muerte. Un nuevo mundo, el colonialismo puro del cine, un estudio que recreaba en miniatura un paraíso de luces y colores, de neones y letreros fluorescentes. Zoetrope es por supuesto una reproducción especular de las tinieblas del sistema, de verse solo ante un sueño imposible. La crisis de Coppola —pese a todos sus éxitos uno de los realizadores más inasumibles por el sistema de estudios— es la crisis del padre, la crisis de ese viaje al corazón mismo de las tinieblas. En Europa, en los amaneceres de la Nouvelle vague, la aversión hacía los padres se multiplicaba. Las nuevas olas de la intelectualidad y las nuevas generaciones de la cinefilia incorporaban en su praxis un latente odio al pasado, y por tanto odiaban las simientes de las que partían. Bertolucci se autoerigía en estandarte del sentimiento edípico. No casaba con el pensamiento burgués de su padre, al que pretendía borrar con discursos políticos de designio revolucionario, y un cine, el de sus principios, de hercúleo carácter autobiográfico. Las dimensiones físicas del cine de James Gray, de etiqueta netamente norteamericana, conectan con la dimensión espiritual, de aliento silente y caligrafía naturalista del cine europeo. Sensorialmente prolonga y actualiza dentro del plano el símbolo de América (la imagen de la estatua de la libertad al inicio de El sueño de Ellis), fuera de ello, su piedad y corazón adquiere el alma de un inmigrante europeo, reflejándose a los dos lados de la frontera. Matar a los padres nos obliga a desenterrar deseos psicoanalíticos y asumir el carácter edípico de fantasear con matar las figuras demiurgicas de cineastas anteriores, y darle a Gray la oportunidad de albergar sus propias corazonadas en el infantil horizonte fílmico de la actualidad.

Ad Astra, James Gray.
El colonianismo puro del cine.

Ad Astra de James Gray

«La parábola del hijo perdido, que no comprende las causas de la odisea de su padre y que además asume la culpabilidad de la sangre, impone en Ad Astra perspicaces e inteligentes ideas relativas a la masculinidad, una masculinidad herida de la mano del nuevo siglo y con acento en el sentido del abandono».


Volviendo a las sinergias literarias, otros escritores logran manifestarse en sus imágenes como fantasmas expuestos a la luz crepuscular de las estrellas del espacio. En mi caso veo paradigmático como la idea mortecina de un relato de aventuras tenga más de descubrimiento interior que exterior. El viaje de Roy (Brad Pitt), se nos transfiere mediante conductos de un lenguaje introspectivo que utiliza la voz en off como recurso principal omitiendo la idea de un narrador externo o de una figura omnisciente. El efecto que produce evoca al sublime monologo interior de Gabriel Conroy en Dublineses (1987). Precisamente como bien argumenta Santos Zunzunegui en su obra Bajo el signo de la melancolía (Cátedra, 2017), uno de los aciertos de la adaptación de la novela de James Joyce por parte de John Huston era cambiar los pensamientos omniscientes del personaje por el monologo interior consumiendo en el espacio visual un bellísimo y desolador dialogo en el que las fugas hacia el paisaje helado detrás de la ventana se hacían aún más mortecinas y trágicas. Las denominadas por el escritor ruinas de la memoria incurren en el pensamiento de Roy gracias a la forma en la que el director traduce sus recuerdos. La estructura y simbologías nos arrastran a una mirada, la del protagonista, perdida, que sobrevuela, como lo hacía la de Gabriel, fuera del mundo conocido. Cambiamos la ventana y la nieve del frio invierno por la reducida cabina de las naves espaciales. El cosmos y su naturaleza del vacío. Mirar por ello es vagar por el pensamiento melancólico de una suerte de Telémaco que debe cargar con la ausencia de un padre que partió con rumbo desconocido para conquistar y descubrir las maravillas del infinito. La parábola del hijo perdido, que no comprende las causas de la odisea de su padre y que además asume la culpabilidad de la sangre, impone en Ad Astra perspicaces e inteligentes ideas relativas a la masculinidad, una masculinidad herida de la mano del nuevo siglo y con acento en el sentido del abandono. Ideas consumidas por el cineasta desde el principio de su carrera, tanto si cabe o más que la génesis de la familia, sentimiento palpable y sagrado de su discurso. La escena de la lágrima, ciencia aparte, es sintomática de dichos argumentos: Roy descubre la falta de amor de su padre y pese a ello niega el odio o el rencor subrayando el carácter del héroe griego —«no importa Papá, te sigo queriendo».

Ad Astra, James Gray.
El pensamiento melancólico de Telémaco.

«Ad Astra no duda en reconocer y hacer suyos los códigos y tótems de un cine clásico de aventuras como podemos admirar en el pathos de un hombre que se embarca en misiones vagando en solitario (igual que los vaqueros de las cintas del oeste), encontrándose por el camino numerosos obstáculos que harán complicada la vuelta a casa».


Además, Ad Astra no duda en reconocer y hacer suyos los códigos y tótems de un cine clásico de aventuras como podemos admirar en el pathos de un hombre que se embarca en misiones vagando en solitario (igual que los vaqueros de las cintas del oeste), encontrándose por el camino numerosos obstáculos que harán complicada la vuelta a casa. La escena, digamos análoga, que funciona como apéndice de otra aventura en paralelo de Roy, en el que los piratas persiguen al convoy en la superficie lunar, pasaría por ser una suerte de Hatari en la Luna, y esa hermosa comparativa nos lleva a la voluntad de Howard Hawks a poco que escarbemos en sus horizontes, en esos paisajes rojizos de Marte o en el crepúsculo de una galaxia fronteriza. Desde Rio Bravo hasta El dorado, las imágenes colonizan la pantalla en tonos verdosos y azulados que dan sentido al espectáculo arqueológico de la película. Digno de ello el momento en que Roy, ataviado de una puerta de la nave a modo de escudo, atraviesa los anillos de Neptuno exactamente igual que ante una ristra de flechas o disparos del enemigo. Metáfora radiante de la sensibilidad de Gray por crear imaginarios de códigos y estructuras ancestrales. En el campo contrario, y quizás como principal hándicap de la cinta, contamos con unas imágenes muy solitarias en relación a la música que las acompaña. Por primera vez, Gray se pliega a las normas de estudio cediendo la batuta a las filtraciones y arreglos sonoros de Lorne Balfe, en detrimento de la música de Max Richter, primer compositor asignado, creando disonancias y un tejido industrial demasiado homogéneo que impide dotar de mayores dimensiones al relato. Un peligroso déjà vu que acota la capacidad de convicción del lenguaje del cineasta, expuesto y vendido a las tareas de posproducción, y de una música sin lugar, ambigua, que apenas puede narrarnos nada. Una lástima habida cuenta de la excelente manera de usar músicas preexistentes en anteriores trabajos (Two Lovers, Z. La ciudad perdida), o los scores originales y atmósferas del polaco Wojciech Kilar o Howard Shore en La noche es nuestra (2007) y La otra cara del crimen (2000), respectivamente. Con ello se pierde parte del aire operístico al que nos tenía acostumbrado en cada una de sus tragedias. Unas tragedias que, por otro lado, dejan abiertas de vez en cuando las puertas a la esperanza, en este caso por encima de las anteriores, mucho más fúnebres y desoladoras, apelando al amor como lectura general del filme, respuesta política a la solución de Roy.

“Take me home”, una de las canciones de Tom Waits y Crystal Gayle para Corazonada, decía algo así: «lévame a casa, chico tonto, porque aún estoy enamorada de ti». Roy no tiene a nadie que le ayude en su destino de vuelta, está solo, o eso cree, pero le empuja a redescubrir el sentido de la vida, de reconstruir cada pieza de su memoria, de sus recuerdos vagos de un amor roto y perdido y de su afán por no palidecer a la sombra eterna de su padre (un padre colgado del espacio negro germen oscuro de un ataúd gigante que engulle los corazones). Llévame a casa dice el relato, y convierte cada flashback de la mente de Roy en una proyección de sus inquietudes artísticas, de su objetivo final en el firmamento de la industria. El plano final de la película, en plena sintonía con un cuadro de Edward Hopper, nos enseña a un Roy pensativo diluyendo su pasado mientras le va dando vueltas al café. El sueño imposible, el sueño de un cine de tesoros escondidos. El sueño del hijo por encima del sueño del padre | ★★★★★


David Tejero Nogales |
© Revista EAM / Badajoz


[1] Pueden leer en el siguiente enlace la crítica de Mariona Borrull de Ad Astra tras su premiere en la Mostra de Venecia: «Ver para creer».



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