Damaris Del Carmen Hurtado Pérez: Cineclub by BenQ: Hiroshima, mon amour (1959)

Una memoria de sombras y de piedra

Cineclub powered by BenQ: Hiroshima, mon amour (1959) de Alain Resnais.

Francia, 1959. 90 minutos. Título original: Hiroshima, mon amour. Director: Alain Resnais. Guion: Marguerite Duras. Fotografía: Takahashi Michio y Sacha Vierny. Música: Georges Delerue y Giovanni Fusco. Productores: Anatole Dauman y Samy Halfon. Diseño de producción: Esaka, Mayo y Petri. Edición: Henri Colpi, Anne Sarraute y Jasmine Chasney. Intérpretes: Emmanuelle Riva, Eiji Okada, Bernard Fresson, Stella Dassas, Pierre Barbaud.

Empezar un texto con una confesión tiene algo de captatio benevolentiae… sobre todo si dicha confesión resulta vergonzosa para quien la formula. Y es que me veo obligada a admitir que, salvo excepciones puntuales, la filmografía de los grandes factótums de la Nouvelle Vague no me ha despertado más que el interés del llamémosle arqueólogo que recorre los grandes hitos de la historia –en este caso, de la del séptimo arte– para nutrir sus conocimientos del medio y ampliar su perspectiva y su mente. ¿Pero provocarme una adhesión emocional, más allá de mi adicción incurable por acumular cultura? Pues lo lamento, pero no. Casi ni haría falta añadir la perogrullada de que los méritos de Jean-Luc Godard, François Truffaut o Claude Chabrol son evidentes y de sobras conocidos, y que mi desafecto sentimental (que no intelectual) hacia ellos responde a una mera cuestión de afinidad íntima, personal, que ninguna transcendencia debería tener para el lector... salvo informarle de que los autores adscritos a otra revolución cinematográfica que coincidió en el tiempo y en el espacio con la citada Nouvelle Vague, hasta el punto de que algunos teóricos la consideran parte minoritaria –y más radical política y estéticamente hablando– de la misma, la denominada Rive Gauche, se encuentra integrada por realizadores cuya trayectoria, en cambio, me resulta absolutamente apasionante. Tal vez ello se deba a que mi primer amor fue la literatura y, mi segundo, su «primo bastardo», el cine, para saltar a partir de ambas formas de expresión al resto de artes en general. Porque, si hay algo que permite aglutinar y distinguir las obras –por otro lado, tan diferentes– de Alain Resnais, Chris Marker, Agnès Varda, Pierre Kast o Herni Colpi es su clara apuesta por un discurso «mestizo», donde lo fílmico se enriquece de manera explícita de lo literario y lo fotográfico, así como de las artes plásticas (pintura, escultura…); y, sí, también de lo político.

No en balde, escritores del Noveau Roman (nueva novela) como Alain Robbe-Grillet o Marguerite Duras tomaron parte activa en algunas de las producciones adscritas a este movimiento, hasta el extremo de que incluso hicieron alguna incursión en el ámbito de la dirección fílmica. Y si observamos la trayectoria del director que ahora nos ocupa, veremos que muchas de sus creaciones parten de textos a cargo de escritores: Marguerite Duras en Hiroshima, mon amour (1959), Alain Robbe-Grillet en El año pasado en Marienbad (1961), Jean Cayrol en Muriel (1963) o Jorge Semprún en La guerra ha terminado (1966) y Stavisky (1974). Por otro lado, y puestos a buscar divergencias, mientras que los jóvenes realizadores de la «nueva ola» no le daban demasiada importancia al guion y gozaban de más éxito económicamente hablando, al llevar a cabo filmes audaces, frenéticos e irremediablemente cool, los más veteranos de la «margen izquierda» optaban por un cine grave y sesudo, con un sólido cimiento narrativo. Pese a ello, irónicamente el trasfondo de sus creaciones era mucho más alentador que el de los primeros –marcados por un resignado desconsuelo–, merced a su ideología humanista y de izquierdas. En todo caso, nunca fueron corrientes enfrentadas, como lo demuestra el hecho de que, desde las publicaciones Cahiers du Cinéma y Positif (vinculadas, grosso modo, a una y otra tendencia respectivamente) se elogiaran y defendieran indistintamente las propuestas de unos y otros. O que Kast, uno de los fundadores de los Cahiers, colaboró asiduamente con Positif. Por ello, vistas ambas con el paso del tiempo, no es un dislate considerarlas manifestaciones diferentes de un mismo afán de libertad, esa «mera tentativa de recuperar cierta independencia perdida» de la que hablaba Truffaut al referirse a la manifestación estética dentro de la cual los críticos lo habían englobado.


«Una obra en concordancia con el universo literario de Duras, donde el deseo, la soledad, las ansias de libertad y de amor, la destrucción y el dolor, la pérdida y la voluntad obstinada de seguir adelante constituyen algunos de los temas recurrentes de sus páginas, siempre bajo una perspectiva, más que femenina, feminista».


Como ya se ha mencionado, justamente Hiroshima, mon amour (1959) –el primer largometraje de ficción de Resnais– parte de un espléndido guion de Duras, sobre el cual asistiremos a un extraordinario viaje psicológico y sociológico, artístico y existencial, lírico e intelectual, y cuya última parada es un conmovedor alegato en favor de la tolerancia y de la paz. Lo más grandioso del caso es que los dos autores lo logran a través de algo tan elemental –tan poco esnob– como lo es una historia de amor imposible, probablemente el argumento más manido dentro de la narrativa mundial junto con el de la lucha del bien y del mal propia de los cuentos infantiles. Por añadidura, la trama no puede ser más simple: una actriz francesa (Emmanuelle Riva) viaja a Hiroshima para rodar una película, y allí conoce a un arquitecto japonés (Eiji Okada), con el que comparte una noche de sexo. Ambos felizmente casados, es obvio que, por las circunstancias vitales de cada uno, no es la primera vez que cometen esa infidelidad puntual de una única vez. Pero sucede algo imprevisto: y es que, contra todo pronóstico, se enamoran. Teniendo que tomar un avión al día siguiente para regresar a Francia, la mujer se debate entre ceder a sus deseos y a los de su amante, que no ceja de rogarle que permanezca a su lado, o ser sensata y seguir con su vida como si ese encuentro nunca se hubiera producido.

Como se ve, desde el punto de vista argumental, la propuesta tiene algunos puntos de contacto con Breve encuentro (1945) de David Lean, pero aquí acaban las similitudes con otro de los grandes clásicos del cine romántico. Porque en Hiroshima, mon amour a sus máximos responsables lo que les interesa, más que limitarse a contar esa historia de amor condenada, es contraponerla al odio, a la guerra y a la intolerancia. Por eso se trata de una obra en concordancia con el universo literario de Duras, donde el deseo, la soledad, las ansias de libertad y de amor, la destrucción y el dolor, la pérdida y la voluntad obstinada de seguir adelante constituyen algunos de los temas recurrentes de sus páginas, siempre bajo una perspectiva, más que femenina, feminista. Pero igualmente casa con la trayectoria anterior de su realizador, con su postura ideológica de izquierdas y con el mensaje antibelicista de cortos como Guernica (1951) o Noche y niebla (1956). De hecho, a lo largo de los noventa minutos de duración de la pieza, se refleja de forma evidente el pasado documentalista de Resnais, dado que no solamente se usan imágenes de archivo o se insertan materiales extrafílmicos –como un mapa de la ciudad–, sino que a menudo lo narrado es descrito mediante encuadres contrapicados que focalizan la atención del espectador en un único elemento y despojan el discurso de cualquier elemento no esencial, o bien con travellings laterales de edificios o paisajes tomados desde puntos en movimiento, todo ello técnicas comunes dentro del cine no ficcional; pienso, por ejemplo, en la forma en la que aparecen las pancartas de protesta durante la manifestación en contra de la bomba atómica, o en la descripción de la Hiroshima nocturna.



«A lo largo de los noventa minutos de duración de la pieza, se refleja de forma evidente el pasado documentalista de Resnais, dado que no solamente se usan imágenes de archivo o se insertan materiales extrafílmicos –como un mapa de la ciudad–, sino que a menudo lo narrado es descrito mediante encuadres contrapicados que focalizan la atención del espectador en un único elemento y despojan el discurso de cualquier elemento no esencial, o bien con travellings laterales de edificios o paisajes tomados desde puntos en movimiento, todo ello técnicas comunes dentro del cine no ficcional».


Pese a ello, la cinta se haya explícitamente alejada del realismo, gracias tanto a la artificiosidad de sus diálogos como a un montaje nada convencional que, inspirado en Eisenstein y Viértov, se encuentra marcado por constantes paralelismos, a través de los cuales se establece un simbolismo dialéctico entre los planos, por otro lado muy breves y concatenados con brusquedad. Todo ello dota el metraje de un tempo narrativo repetitivo y solemne, simultáneamente musical y onírico, cercano a un réquiem, a un poema elegíaco, al tañer de unas campanas: una sensación general de repetición y pérdida que, por supuesto, no tiene nada de casual, dado que el otro gran tema en el que se asienta el filme es el de la falibilidad de la memoria. Los siguientes diálogos (versos) de Duras lo demuestran perfectamente:

«ELLA: –Escúchame...
Como tú, conozco el olvido.
ÉL: –No, tú no conoces el olvido.
ELLA: –Como tú, estoy dotada de memoria: conozco el olvido.
ÉL: –No, tú no estás dotada de memoria.
ELLA: –Como tú, también luché con todas mis fuerzas contra el olvido. Como tú, olvidé. Como tú, deseé tener una memoria inconsolable, una memoria de sombras y de piedra. Luché por mi cuenta, con todas mis fuerzas, cada día, contra el horror de no comprender ya en absoluto el porqué de recordar. Y como tú, he olvidado...»

En este sentido, Hiroshima, mon amour contiene una profunda disquisición sobre la humanidad en general, y el ser contemporáneo en particular. Para empezar, se asienta sobre las ideas fundacionales de John Locke, las cuales conciben al hombre como un ser marcado por la continuidad de la conciencia de sí mismo, esto es, por la memoria, base de su identidad personal:

«Ahora tenemos que considerar qué se significa por persona [...], un ser pensante dotado de razón y que puede considerarse a sí mismo como él mismo [...], como una cosa pensante en diferentes tiempos y lugares; lo que tan sólo hace en virtud de su tener conciencia [...], y hasta el punto de que ese tener conciencia puede alargarse hacia atrás para comprender cualquier acción o cualquier pensamiento pasados, hasta ese punto alcanza la identidad de esa persona: es el mismo sí mismo ahora que era entonces; y esa acción pasada fue ejecutada por el mismo sí mismo que el sí mismo que reflexiona ahora sobre ella en el presente».

A ello le suma la perspectiva sociológica, especialmente a partir del concepto de Maurice Halbwachs de «memoria colectiva». Dado que lo sucedido en Hiroshima y Nagasaki el 6 y el 9 de agosto de 1945 produjo un impacto a escala planetaria, hasta el extremo de que no solamente significó (como recalca el personaje de Riva) el fin de la Segunda Guerra Mundial, sino el nacimiento de una nueva era, la de la Guerra Fría y el terror atómico («el comienzo de un miedo desconocido», otra vez en palabras de Riva), tales hechos alteraron la configuración psicológica de los individuos, pero también las convenciones sociales que los articulan. Para Halbwachs, lengua, espacio y tiempo son los tres elementos que configuran indisolublemente la memoria individual (v. gr. «Cuando recordamos, partimos del presente, del sistema de ideas generales que está siempre a nuestro alcance, del lenguaje y de los puntos de referencia adoptados por la sociedad, es decir de todos los medios de expresión que pone a nuestra disposición, y los combinamos de manera a reencontrar, bien tal detalle, bien tal matiz de las figuras o de los eventos pasados, y, en general, de nuestros estados de conciencia anteriores»). Pero a ello se le suma el marco social concreto en el que se produce el momento de rememoración, que por supuesto es diferente al del hecho pasado en sí, y que, en consecuencia, modifica el recuerdo y lo convierte en algo diferente:

«Podemos recordar solamente con la condición de encontrar, en los marcos de memoria colectiva, el lugar de los acontecimientos pasados que nos interese […]. Las creencias colectivas, cualquiera sea su origen, tienen una doble condición: son unas tradiciones o recuerdos colectivos pero también son unas ideas o convenciones que resultan del conocimiento presente [...]. Inclusive, cuando las ideas de la sociedad pertenecen al presente, y éste se expresa por medio de ellas, las ideas se corporizan en una persona o en unos grupos; detrás de un título, una virtud, una cualidad, la sociedad percibe inmediatamente aquellos que la poseen [...]. La sociedad, adaptándose a las circunstancias, y adaptándose a los tiempos, se representa el pasado de diversas maneras: la sociedad modifica sus convenciones. […] Por otra parte, la sociedad solo puede vivir si, entre los individuos y los grupos que la componen, existe una unidad de puntos de vista suficiente. […] Es la razón por la cual la sociedad tiende a apartar de su memoria todo lo que podría separar los individuos, alejar los grupos unos de otros, y que en cada época remodela sus recuerdos de manera a hacer coincidir las condiciones variables de su equilibrio».



«Aunque el magnífico guion de Duras se halle estructurado en cinco grandes secuencias, en la plasmación visual llevada a cabo por Resnais la cinta cuenta con dos partes claramente diferenciadas: un prólogo in media res, misterioso y poético, que nos introduce en un universo caótico, fragmentario, vasto y por momentos aterrador (el que rodea a los amantes), pero también sensual y bello (el que forman los amantes)».


Es muy significativo que la indagación en el elemento memorialístico que efectúan Resnais y Duras tenga tantísimos puntos de coincidencia con las ideas de su contemporáneo y compatriota Paul Ricouer; el filósofo introduce el concepto de imaginación –que opera al mismo nivel que la memoria, en cuanto a instrumento que hace «presente lo ausente», aunque sin su componente temporal– para cuestionar los grados de fiabilidad que tienen nuestras evocaciones, tan influenciadas por esta otra facultad de la mente, dado que ambas, además, se manifiestan en imágenes (v. gr. «¿Cómo explicar que el recuerdo vuelva bajo la forma de imagen y que la imaginación así movilizada venga a revestir formas que escapan a la función de lo irreal?»). También la ciencia historiográfica –otro método de «reconstrucción» del pasado– y el proceso de duelo resultan esenciales para comprender los mecanismos de la formación del recuerdo, así como las ideas de olvido y perdón, que por un lado responden a una necesidad humana de superación y restitución (v. gr. «Existe el perdón como existe la alegría, como existe la sabiduría, la locura, el amor. El amor, precisamente. El perdón es de la misma familia. [...] El perdón se dirige a lo imperdonable, o no es. Es incondicional, sin excepción ni restricción»). Pero, por otro lado, son instrumentos de manipulación, hábil y perversamente empleados desde las instancias de poder (v. gr. «La dominación […] no se limita a la coacción física. Hasta el tirano necesita un teórico, un sofista, para proporcionar un intermediario a su empresa de seducción y de intimidación»). De ahí que la necesidad de recordar ciertos sucesos –especialmente, los traumáticos– bajo un punto de vista ético, como resistencia a la tergiversación interesada con fines espurios y como deber moral para con las víctimas (v. gr. «Pagar la deuda, diremos, pero también someter la herencia a inventario»).

De hecho, el interés de Resnais por este asunto fue el germen de su siguiente –y celebradísimo largometraje–, esta vez con libreto de Robbe-Grillet, que versa íntegramente sobre esta cuestión: El año pasado en Marienbad (1961). Por no mencionar que obras como Providence (1977) o Mi tío de América (1980) mezclan realidad y ficción con la voluntad de analizar otras facultades de la consciencia humana. Pero, volviendo a Hiroshima, mon amour: aunque el magnífico guion de Duras se halle estructurado en cinco grandes secuencias (la escena inicial, la charla antes de abandonar el hotel, el reencuentro en el desfile, las confesiones en el bar, el deambular nocturno por Hiroshima), en la plasmación visual llevada a cabo por Resnais la cinta cuenta con dos partes claramente diferenciadas: un prólogo in media res, misterioso y poético, que nos introduce en un universo caótico, fragmentario, vasto y por momentos aterrador (el que rodea a los amantes), pero también sensual y bello (el que forman los amantes); y el desarrollo del relato a través de una sucesiva serie de conversaciones entre la pareja protagonista, donde ahondan en lo que tienen en común dos personas tan alejadas culturalmente y, por ello, en apariencia tan diferentes.



Aquí debemos hacer un alto en la bellísima y larga abertura, de casi veinte minutos de duración, en la que se contienen todas las claves temáticas, visuales e incluso filosóficas de la pieza. Tras unos títulos de crédito iniciados con una música vanguardista y de inspiración nipona a cargo de Georges Delerue y Giovanni Fusco, sobre un plano fijo de una flor fosilizada, se da paso a una melodía más clásica y cargada de nostalgia, que acompaña al primer plano del filme, cuyo contenido, durante unos segundos, resulta difícil de identificar, al tratarse de dos cuerpos sin rostro y tomados entre sombras, que, abrazados, reciben sobre sus pieles ceniza y lluvia, como si hubieran estado en el epicentro de una explosión. De esta forma, el acto sexual es rápidamente equiparado con el carácter devastador de una bomba y, de hecho, amor y dolor, Eros y Thanatos, irán de la mano a lo largo de todo el metraje, de ahí que «Me matas. Me das placer» sean dos frases que se vayan repitiendo indisolublemente engarzadas. Aparecen entonces las voces de Reza y Okada, que, en over, declaman, como si de una lectura de poesía se tratara, sus líneas –cuyo minimalismo repetitivo casi las asemeja a una concatenación de haikus–, puntuando rítmicamente dos tipos de imágenes muy diferentes y, no obstante ello, complementarias: por un lado, las que recogen, sin tapujos, sin misericordia alguna para la sensibilidad del espectador, el horror vivido en Hiroshima tras la caída de la bomba atómica, y, por el otro, los cuerpos desnudos de los amantes, enlazados en una argamasa indefinida de piel y sudor; no en vano, la voz femenina le pedirá al hombre que la deforme «hasta la fealdad», lo que implica liberarse de aquello que nos define –nuestras experiencias–, para fundirse en el otro y crear una nueva realidad. ¿No es eso, al fin y al cabo, a lo que aspira el amor y el impulso sexual? ¿A dejar de estar solos? ¿Al olvido? ¿A una forma placentera de aniquilación? Y mientras la voz femenina insiste en que lo ha visto todo en Hiroshima, y justifica el porqué de semejante afirmación, la masculina la contradice sistemáticamente. Al final y al cabo, su perspectiva, aunque bien informada, es la del turista: «¿Y qué más puede hacer un turista, sino llorar?». En cualquier caso, los humanos –y los grupos que conforman– no pueden sobrevivir perpetuamente aferrados a una intensa emoción, necesitan del olvido para recuperar la normalidad. Sin embargo, hay algo terrorífico en la pérdida de la memoria –una tabula rasa tan fulminante como la de una explosión–, que es el reflejo de nuestro pasado, esto es, de lo que cincela nuestra personalidad; sobre todo si dicha pérdida se produce a nivel social, dado que, como comunidad, se corre el peligro de repetir los mismos errores: un axioma que el tiempo nunca tarda en corroborar. Por eso, de la descripción del horror se pasará a la superación del mismo, a la vida que sigue y se renueva en el delta del río Ota, en alusión a la manera en la que naturaleza y humanidad transcurren en paralelo.

En puridad, esta larga escena de inicio asimila lo individual e íntimo con lo colectivo y público, para zanjarse con la focalización en lo primero: una anécdota mínima de dos enamorados inesperados que se convierte, de esta guisa, en emblema de las maravillosas posibilidades de conocer y amar al ajeno y al diferente, quien, en el fondo, es nada más y nada menos que otra versión distinta de nosotros mismos. Por eso no conoceremos el nombre de ninguno de los protagonistas, ya que cada uno de ellos es encarnación de unas circunstancias que, aunque intransferibles, responden a esa terrible coyuntura sufrida por el conjunto de la humanidad apenas una década y media atrás: la Segunda Guerra Mundial. De ahí las reveladoras líneas finales del relato, cuando vuelven a la habitación de hotel de ella, donde tuvo su primer encuentro sexual (de nuevo, amor y dolor se aúnan) y cuyo desenlace abierto enuncia:

«ELLA: —Hi-ro-shi-ma. Hiroshima. Ese es tu nombre.
ÉL: —Ese es mi nombre. Sí. Y el tuyo es Nevers. Nervers, en Francia.»

Las cicatrices que los han marcado para siempre los definen; son las ciudades donde padecieron, no los nombres que otros eligieron para ellos. No es casualidad, en esta línea, que la actriz francesa empiece a darse cuenta de que siente algo más por el arquitecto japonés cuando su mente, en una breve y brusca analepsis, equipare la mano exánime de este mientras se despierta con la mano exánime del cadáver de su primer amante. La película, desde el momento en el que la protagonista se permite reconocerse a sí misma que se ha vuelto a enamorar por segunda vez en su vida (v. gr. «Catorce años sin encontrarme con el sabor de un amor imposible»), se articula en torno a un dilatado diálogo –con largos silencios incluidos– entre el hombre y la mujer, que se inicia al producirse su reencuentro fortuito –o no tanto, ya que él la estaba buscando– en el rodaje que tiene lugar junto a la manifestación conmemorativa de lo sucedido (o «la furia de ciudades enteras contra la desigualdad impuesta por algunos pueblos contra otros pueblos; contra la desigualdad impuesta por algunas razas contra otras razas; contra la desigualdad impuestas por algunas clases contra otras clases»). Al volverlo a ver, la mujer viola su norma de no repetir su infidelidad con el mismo hombre y decide pasar las dieciséis horas que la separan de su vuelo a Francia con él. Pero pronto esa partida se convierte en un presagio ominoso, con lo que la noche llega a la ciudad repleta de tintes fantasmagóricos y expresionistas, merced a la fotografía en claroscuros de Michio Takahashi y Sacha Vierny. En un alarde de inteligencia, tras mostrarle explícitamente al público cuánto ha padecido, por culpa de la bomba nuclear, la población de Hiroshima, entre la que se incluye el personaje de Okada ¬–que ese día estaba en el frente, pero cuya familia se hallaba en la ciudad–, se desplaza el interés del relato al sufrimiento de la mujer, que también es fruto del mismo conflicto bélico. Por eso el relato de Riva –su amarga confesión de cómo perdió para siempre la inocencia– se ve ilustrado por constantes flashbacks, todos ellos sin diálogo alguno, simplemente acompañados de ruido ambiental, de la voz en over de la mujer o del score, en los que se pretende incidir tanto en el carácter «ficticio» del pasado (lo único que realmente existe es el presente) como, una vez más, en la condición selectiva, fragmentaria, desordenada y, no obstante ello, absolutamente esencial y definitoria, de la memoria. Sabremos entonces que, durante la ocupación, en su ciudad natal, Nevers, se enamoró de un soldado alemán tan profundamente que planeaba irse con él a Baviera para casarse. Sólo que fue asesinado antes, justo unas horas antes de la liberación. El plano fijo sobre el convulsionado rostro de una excelente Riva cuando narra lo que tardó en morir entre sus brazos su amado resulta casi igual de espeluznante que las imágenes sobre los estragos de la bomba nuclear: el dolor es siempre dolor, tal vez más aun cuando no suscita simpatías, sino desprecio (v. gr. la gente de su pueblo la repudió por «colaboracionista», rapándole el pelo, y sus propios padres, avergonzados, la ocultaron y le hicieron creer a todo el mundo que se había ido a París). La experiencia presente, por tanto, la de volver a amar al supuesto «enemigo», desencadena los recuerdos de su pasado, equipara al soldado alemán y al arquitecto japonés (no en vano, ella interpela a Okada de tú, como si le hablara al amante muerto), lo que demuestra, nuevamente, que la memoria, por mucho que se reprima, que se crea posible olvidar, es una pulsión poderosa y latente, en cualquier momento dispuesta a activarse.



«Resnais también introduce en el discurso una reflexión metalingüística sobre sí mismo, al poner en evidencia los mecanismos narrativos del cine, ya que memoria y séptimo arte son equiparables, puesto que la manera en la que se nos quedan grabados los sucesos pasados en el transcurso de nuestra vida (la manera en la que los «montamos») le otorga un significado u otro a nuestra experiencia».


Es precisamente sobre esta donde se erige el denominado «síndrome del superviviente», que fue detectado por varios psiquiatras (William Guglielmo Niederland, Finn Askevold, Leo Eitinger, Paul Chodoff, etc.) al trabajar con supervivientes del Holocausto. Sus investigaciones serían ampliadas posteriormente a otras víctimas de la Segunda Guerra Mundial, especialmente las que quedaron con vida tras las bombas de Hiroshima y Nagasaki; unos estudios llevados a cabo entre los años 50 y 60, y que los psicólogos Robert Jay Lifton y Eric Olson terminarían por perfilar a mediados de los 70 tras la asistencia a quienes sobrevivieron a la ruptura de un dique en Buffalo Creek. Buena parte de la obra del pintor esloveno Zoran Mušič, que pasó casi un año en Dachau, ilustran este desorden psicológico, caracterizado por presentar los típicos cuadros de estrés postraumático (v. gr. evitación de recuerdos o delectación en los mismos, reacciones disociativas, estado emocional negativo persistente, sentimiento de desapego, comportamiento imprudente o autodestructivo…), a los que se les suma un sentimiento de culpa por seguir vivo. En Hiroshima, mon amour la pareja protagonista carga con semejante trauma sobre sus espaldas. De ella, no hay duda alguna, tanto por el estado de embotamiento (denominado por la protagonista «eternidad») en el que vivió durante meses en el sótano de casa de sus padres, como por su necesidad de emborracharse para contarle a su interlocutor su pasado, sumado a la culpa que la asalta cuando, mirándose en el espejo del hotel, le dice a su amante muerto que lo ha traicionado con un desconocido, ya que le ha contado su romance, hasta ese momento un secreto que ni siquiera había revelado a su propio marido; en realidad, su culpabilidad la produce la circunstancia de haberse vuelto a enamorar de verdad, cuando creía que nunca podría volver a hacerlo. En cuanto él, su insistencia en negarle a la mujer el conocimiento de lo que pasó en Hiroshima y, sobre todo, su oscura y ambigua respuesta a sus circunstancias personales al respecto, insinúan que sus emociones no deben de andar muy alejadas de las de ella. En última instancia, para Resnais y Duras todas las personas que en ese momento habitan el planeta, generaciones viejas o nuevas, llevan ese estigma del sobreviviente. Y es importante que, pese al dolor que ello comporta, nunca olviden. «Pensaré en ti como en el olvido del amor, como en el horror de olvidar», exclama la actriz francesa cuando trata de reafirmarse en su propósito de irse, consciente, por experiencia, de que nuestro egoísmo animal de sobrevivir puede con todo. Y es que la distancia vital y geográfica que los separa es insalvable; paradójica y amargamente, tal vez solo una guerra les haría reencontrase. Por eso las palabras de la mujer, a veces sus pensamientos –que indistintamente escuchamos, cuando son presentes, o vemos, cuando son recuerdos–, son una triste letanía dirigida a sí misma, a su amante, a fantasmas, a la nada.

Decía Ricouer que «[el recuerdo-imagen] lleva, de alguna forma, el recuerdo a un área de presencia semejante a la de la percepción. Pero […] no es una imagen cualquiera la que se moviliza así. Al contrario de la función no realizadora que culmina en la ficción exiliada en la exterioridad de toda la realidad, lo que se exalta es su función visualizadora, su modo de dar a ver». Bajo esta perspectiva, si lo evocado, pues, se manifiesta visualmente en nuestra mente, el cinematográfico deviene, casi de forma inevitable, medio por excelencia de la memoria, dada su capacidad de fijar en el tiempo y en el espacio un acto, eso es, de «resucitar a los muertos» o de «robar el espíritu de los vivos» (o en las famosas palabras de André Bazin: «El cine se nos muestra como la realización en el tiempo de la objetividad fotográfica. El film no se limita a conservarnos el objeto detenido en un instante como queda fijado en el ámbar el cuerpo intacto de los insectos de era remota […]. Por vez primera, la imagen de las cosas es también la de su duración: algo así como la momificación del cambio»). Con esto, Resnais también introduce en el discurso una reflexión metalingüística sobre sí mismo, al poner en evidencia los mecanismos narrativos del cine, ya que memoria y séptimo arte son equiparables, puesto que la manera en la que se nos quedan grabados los sucesos pasados en el transcurso de nuestra vida (la manera en la que los «montamos») le otorga un significado u otro a nuestra experiencia. Asimismo, se contiene una exposición del entramado último de la propia película, para evidenciar su condición de constructo estético y ético sobre una realidad; que Riva sea una actriz no es baladí, como tampoco su contestación ante la pregunta de qué tipo de filme está rodando: «Un filme sobre la paz. ¿Qué otra cosa podría hacer uno en Hiroshima sino un filme sobre la paz?» Ese es, ni más ni menos, el tema subyacente de la propia creación que el espectador está visualizando: más claro, el agua.



«Las palabras y muchas de las ideas contenidas en esta delicada indagación sobre el amor y el perdón, el olvido y la deuda, la violencia y la paz, se hallan ya en el texto de partida. Pero su responsable último opta por un envoltorio cerebral y vanguardista, que en vez que ahogar la emotividad de la historia, la dota de una melancólica belleza, encarado como estaba ante el reto de convertir en una experiencia reveladora, epifánica, «artística», el que fue, sin duda, el hito más horrendo de la barbarie de nuestra especie, por su inescrutabilidad, tan rápida, tan efectiva, tan inhumana incluso en su falta de crueldad».


Para concluir, y como se ha visto, en su apenas hora y media de duración, Hiroshima, mon amour logra tejer con tanta elegancia como emoción, con tanta sutileza como belleza, un fresco filosófico, político, histórico y psicológico de su época. Y si bien gran parte del mérito de la cinta reside en el maravilloso guion de Duras, la propia autora recalca en el prefacio de su edición publicada que el mérito último de la obra no es suyo: «He tratado de dar cuenta lo más fielmente posible del trabajo que he hecho para A. Resnais en Hiroshima, mon amour. Que nadie se asombre, pues, de que nunca, prácticamente, se describa en este trabajo la imagen de A. Resnais. Mi papel se limita a dar cuenta de los elementos a partir de los cuales ha hecho Resnais su película». Y más adelante, en relación a la visión que se ofrece de la realidad nipona: «Partiendo del texto inicial, muy esquemático, Resnais ha incluido gran número de documentos del Japón. Por ello el texto inicial ha sido no sólo desbordado sino también modificado y considerablemente aumentado durante el montaje de la película». Por tanto, las palabras y muchas de las ideas contenidas en esta delicada indagación sobre el amor y el perdón, el olvido y la deuda, la violencia y la paz, se hallan ya en el texto de partida. Pero su responsable último opta por un envoltorio cerebral y vanguardista, que en vez que ahogar la emotividad de la historia, la dota de una melancólica belleza, encarado como estaba ante el reto de convertir en una experiencia reveladora, epifánica, «artística», el que fue, sin duda, el hito más horrendo de la barbarie de nuestra especie, por su inescrutabilidad, tan rápida, tan efectiva, tan inhumana incluso en su falta de crueldad; o en los versos de «Cero», composición que Pedro Salinas le dedicó a este mismo suceso:

«Invitación al llanto. Esto es un llanto,
ojos, sin fin, llorando,
escombrera adelante, por las ruinas
de innumerables días.
Ruinas que esparce un cero –autor de nadas,
obra del hombre–, un cero, cuando estalla. […]
¿Se puede hacer más daño, allí en la Tierra?
Polvo que se levanta de la ruina,
humo del sacrificio, vaho de escombros
dice que sí se puede. Que hay más pena.
Vasto ayer que se queda sin presente,
vida inmolada en aparentes piedras.».

Solamente a través de la revelación poética que, como el éxtasis religioso, es capaz de dar explicación inmediata de lo inexplicable, narrar lo inenarrable, puede el hombre contemplar el horror y tratar de comprenderlo, no tanto para disculparlo, sino para evitar su ocultación, su desmemoria. Que los diálogos de Duras parezcan versos caracterizados por la figura retórica de la anáfora y que, consecuentemente, las imágenes que los acompañan sean repetitivas, abstractas y minimalistas, tendentes al plano detalle o al primer plano, simplemente ilustran la suerte de «eterno retorno» nietzscheano al que parece condenada la raza humana. Tal como diría Jorge Luis Borges (otro de los poetas de la memoria, como Alain Resnais) en su bello cuento «El inmortal» (1947): «Más razonable [que la inmortalidad] me parece la rueda de ciertas religiones del Indostán; en esa rueda, que no tiene principio ni fin, cada vida es efecto de la anterior y engendra la siguiente; pero ninguna determina el conjunto... […] Por sus pasadas o futuras virtudes todo hombre es acreedor a toda bondad, pero también a toda traición, por sus infamias del pasado o del porvenir. […] Encarados así, todos nuestros actos son justos, pero también son indiferentes. No hay méritos morales o intelectuales. […] Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres». Como grupo, como suma, los seres humanos actuamos con la misma persistencia en el error, o en el acierto, que si fuéramos inmortales; como personas particulares somos fugaces, contingentes y, por eso mismo, únicos. Hay que aspirar a la personalización del mundo. Ante la tristísima situación de involución espiritual que parece vivir todo el planeta –ese alarmante auge de la extrema derecha, que da carpetazo con terrorífica imprudencia a todo el horror que experimentaron las anteriores generaciones–, más que nunca se hace evidente la necesidad de ahondar incluso en aquello que nos duele. No: «especialmente» en aquello que nos duele, de darle al sufrimiento (al íntimo, al ajeno, al colectivo) un sentido vivencial de aprendizaje y madurez. Y así, únicamente así, tragedias como las vividas por la actriz francesa y por el arquitecto japonés pueden sumarse, complementarse y convertirse, a la postre, en atisbos de plenitud, en agridulces odas de redención, en esperanza de paz, tolerancia, perdón y amor: sobre todo, amor.

Quinta entrega de esta antología dedicada a grandes clásicos del cine apoyada y patrocinada por BenQ, empresa líder en el sector audiovisual, informático y de comunicaciones.


Elisenda N. Frisach
© Revista EAM / Barcelona


Bibliografía
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