Damaris Del Carmen Hurtado Pérez: Las 10 mejores películas de 2018

Las 10 mejores películas de 2018

La redacción de EAM elige los mejores filmes del año estrenados en España.

Cerramos las publicaciones de 2018 como es ya tradición –desde 2010— con nuestra selección de las mejores películas estrenadas en España durante estos doce meses. El equipo de El antepenúltimo mohicano vota sus títulos predilectos dentro de una cosecha, por qué no decirlo, bastante fructífera en cuanto a calidad. Hablar a estas alturas de obras maestras está más relacionado a los recursos publicitarios que al análisis cinematográfico; lo mismo ocurre con las teorías negativas y negacionistas sobre el momento artístico del cine. No hay año que no termine con un buen puñado de trabajos que revisitar en el futuro. Y esta es quizás la misión de este listado: servir de guía no solo como mirada retrospectiva, sino también como herramienta para reivindicar propuestas cuya vigencia, en su amplia mayoría, la determinará ese juez implacable llamado tiempo. Echando un vistazo a los filmes referidos –incluyendo las menciones especiales—, las factorías estadounidense –con 7— y francesa –4— dominan una relación que dialoga con el 2017. Es el resultado de la convivencia de los aspirantes a los Oscars estrenados en nuestro país a principios de año con la élite del cine europeo, sudamericano y asiático presentada en los principales festivales del mundo. A continuación, las 10 mejores películas del año para la redacción de EAM que abre un anuario que tendrá como siguientes episodios «Las 10 mejores películas inéditas de 2018» y «Los 10 mejores trabajos fotográficos del 2018». Muchas gracias por su fidelidad y por ser parte de esta comunidad. Feliz 2019.

Menciones de honor:

20| Ready player one (Steven Spielberg, EE.UU., 2018), 61 puntos.
19| Viaje al cuarto de una madre (Celia Rico Clavellino, España, 2018), 62 puntos.
18| Caras y lugares (Visages, Villages, Agnès Varda & JR, Francia, 2017), 62 puntos.
17| Western (Valeska Grisebach, Alemania, 2017), 66 puntos.
16| Un sol interior (Un beau soleil intérieur, Claire Denis, Francia, 2017), 68 puntos.
15| Amante por un día (L'amant d'un jour, Philippe Garrel, Francia, 2017), 70 puntos.
14| Lady Bird (Greta Gerwig, EE.UU., 2017), 70 puntos.
13| Dogman (Matteo Garrone, Italia, 2018), 77 puntos.
12| The Rider (Chloé Zhao, EE.UU., 2017), 83 puntos.
11| Burning (버닝, Lee Chang-dong, Corea del Sur, 2018), 92 puntos.

10. LOS ARCHIVOS DEL PENTÁGONO

The Post, Steven Spielberg, EE.UU., 2017, 99 puntos.

La postura errónea altamente compartida por ciertos espectadores y críticos acerca del escaso rango de importancia que en teoría le ha dado Spielberg a la mujer en su cine choca cuando esta se reabre y expone a un estudio detallado de su obra. Lo que no quiere decir que el oportuno artefacto feminista que corresponde a la problemática del presente, y vemos en Los archivos del Pentágono, tenga que recurrir por ello a niveles de representación muy distintos de los que lleva enfocando en toda su filmografía. La mujer en el cine de Spielberg emerge como una figura fuerte y sostenible. En muchos casos, único sostén familiar frente a la ausencia masculina. Diríase que todavía E.T. asoma como tótem fundamental de la mirada matriarcal de una madre que debe imponerse ante las irresponsabilidades de un padre fantasma, presente en el relato solo por vías invisibles, fueras de campo. En Lincoln, Mary Todd (Sally Field) afronta la tragedia de un hijo muerto de manera directa y responsable mientras su marido sugiere un abandono, un carácter miedoso y débil. El eco de esas mujeres contrapone la mirada ante un hombre cobarde, subordinado en función a su competencia. Hemos asistido a esa visión en el grueso de la obra de Spielberg, porque esa visión era consecuente con su experiencia familiar, sin embargo, los personajes de Roy Neary (Richard Dreyfuss) en Encuentros en la tercera fase o de John Anderton (Tom Cruise) en Minority Report desembocan en el de Frank Abagnale (Christopher Walken), de la sublime Atrápame si puedes, absoluto punto de inflexión en el imaginario spielbergiano, al mutar esa imprudencia, en un melancólico patetismo. El hombre entonces víctima de su propia masculinidad ejerce de reflejo, otro espejo más, un legado o herencia: la mirada de un hijo que frente al dolor desea reparar el fracaso de su padre. Así la aguda conciencia del cineasta transita narrativas personales al sublimarse específicamente a lo cinematográfico.

La salvedad en Los archivos del Pentágono, no por azar, reside en afrontar la muerte como implacable metrónomo de la debilidad masculina. Cuando antes, la muerte directa o indirectamente brotaba desde la enfermedad, o lo ausente del hombre provenía de furtivas carencias en lo relativo a su responsabilidad tanto como padre, marido e hijo; aquí lo accidental deviene en tragedia retratando a Katherine Graham (Meryl Streep), como la viuda de un marido que bajo circunstancias desconocidas decide suicidarse. El hombre representa el definitivo concepto de abandono, el de la voluntad, dejando a su mujer al frente del periódico que por herencia —era la empresa de su abuelo— le hubiese correspondido. Kay encara el abismo de un mundo de hombres, una mujer invisible entre sombras amenazadoras e intimidatorias, reuniones atestadas de empresarios con traje chaqueta. En resumen, el cineasta aplica un interesantísimo discurso del miedo, un cosmos femenino debilitado por el acecho patriarcal. De esa manera, la cámara inflige decisiones formales arrolladoras, como, por ejemplo, el travelling circular que acontece en la fiesta en el jardín de la casa de Kay en el que se adopta un punto de vista psicológico; y la inestabilidad de la protagonista queda ostensible mediante la cámara nerviosa en movimiento. Precisamente esa idea contrasta con el mejor plano de la película justo después de una elipsis: el ligero paneo que sigue a Katherine bajando las escaleras del Congreso ante la atenta mirada de numerosas mujeres. Una escena que Spielberg filma sin alardes, con magisterio, alegoría del gran empoderamiento que sufre la protagonista.

Será también Spielberg el que asuma cierto grado de minimalismo en un marco escénico vertical en línea con la arquitectura art déco de los edificios, y el uso cromático en escalas de grises. Colores fríos, gélidos en el exterior para la ciudad, azules en los interiores de la redacción con detalles en el vestuario de Ben Bradlee (Tom Hanks), los cuales difieren con los ocres, amarillos, mucho más cálidos, para filmar el hogar de los Graham. Incluso la música de Williams queda disimulada por un exilio sonoro en la épica del relato, manifestándose en el desenlace. El director abre la cinta con la música de la Creedence Clearwater Revival, siendo una manera de rendirle tributo a los delirios de la guerra y a sus arquetipos en el cine sobre el Vietnam. Las texturas setenteras formulan estrategias claramente emparentadas con el cine periodístico, algo que no es ajeno en la educación cinéfila de Spielberg que decide acabar su obra donde podría nacer un remake de Todos los hombres del presidente (Alan J. Pakula, 1976). Los archivos del Pentágono construye un paisaje discreto, por contra lo etéreo, lo invisible coexiste como identificación de autor. Son varias las escenas en donde el teléfono opera de conductor o corriente del mensaje; un dispositivo, en este caso el hilo telefónico, altavoz de los gobernados. Clara muestra de ello son en primer lugar la secuencia en casa de Katherine donde llegamos a simultanear hasta seis interlocutores distintos, o minutos antes la tensa escena en las cabinas telefónicas donde uno de los reporteros quiere contactar con Ellsberg. Asombra más si cabe el compromiso del cineasta al habitar una atmósfera de ensueño y combinar los extensos diálogos con una escritura muy precisa de contornos melancólicos (las reuniones en los bares de hotel, las emotivas miradas al vacío de Streep o la afligida descripción de lo cotidiano). Spielberg continua en la búsqueda esencial de lo profundo y misterioso, lo impresionante es que hasta en sus trabajos más urgentes adolezca de una creatividad fuera de toda duda. Un artista que busca su definitiva imagen invisible, su definitiva imagen escurridiza. CRÍTICA COMPLETA, por David Tejero Nogales.

09. EL REVERENDO

First Reformed, Paul Schrader, EE.UU., 2017, 100 puntos.

Es por la voluntad de interrelacionar ambos temas con un propósito crítico que Schrader emplea el estilo trascendental definido por él mismo. Es más: se diría que lo hace a propósito, es decir, a sabiendas de lo inapropiado de sus claves en una trama como esta, tan cargada de fuertes sentimientos, de tristeza y de rabia, como si le diera una pátina «divina» a una historia en verdad muy secular. En este sentido, y siguiendo la clasificación del propio Schrader, en El reverendo aparecen tres elementos en el discurso cinematográfico para intentar reflejar lo trascendente: lo cotidiano, la disparidad y la estasis. El primero significa un retrato de los lugares comunes del día al día de los personajes, en un proceso de estilización que se caracteriza, a menudo, por los actos repetidos y la relevancia de los espacios. De ahí que, en la primera parte del metraje, asistamos a la cotidianeidad de Toller, cuya abundancia de planos generales la deja huera de contenido; y es que su parroquia, propiedad de la ultramoderna iglesia Abundant Life, por su condición de construcción histórica, tiene un carácter de atracción turística. No por casualidad, los más pequeños de la congregación llaman a Toller «el hombre de la tienda de suvenires». Asimismo, Ernst parece víctima de un entorno opresivo e impersonal, dado el estatismo pictórico de los encuadres en los que él, tanto por su disposición en el interior de los mismos como por la fotografía en penumbra de Alexander Dynan, posee un papel prácticamente anecdótico.

Puesto que la mayoría de ellos, además, se vinculan a las desnudas dependencias de la Iglesia de la Primera Reforma en las que vive, es inevitable pensar en Dreyer. Su rutina se altera, no obstante, tras el encuentro con Michael (en su diario, el propio Toller confiesa lo estimulante que le ha resultado su charla con el joven), lo que propicia la disparidad, esto es, la irrupción del elemento humano que termina por disociar definitivamente al antihéroe de su contexto. En El reverendo, el contacto del protagonista con el activismo medioambiental de su atormentado feligrés lo «contagia» del «virus» de la desesperación ante el futuro de la humanidad que también «padece» Michael, hasta el extremo de que Toller se sentirá obligado a cumplir con la voluntad de su parroquiano, lo que propiciará que a la postre suplante su identidad de «mártir de la fe», tal y como Michael denomina a tantos y tantos defensores del ecologismo asesinados impunemente allende del mundo. Es aquí cuando, de los planos generales, pasamos a los primeros planos de los rostros, especialmente los de Ernest, Michael, Mary y Jeffers (Cedric the Entertainer). Finalmente, aparece la estasis, que supone, no la resolución del conflicto, sino la superación del mismo mediante lo trascendente. El gesto se detiene, igual que se corta bruscamente el travelling circular que cierra el discurso. Irónicamente, en una película donde el cristianismo tiene una importancia central, la trascendencia no viene a través de él, sino del amor humano. 

Toller decide que solamente mediante el sufrimiento puede lidiar con la angustia que le embarga; y cuando la primera fuga adelante fracasa, le da un cariz más cristológico a sus planes de inmolación. Tendrá que ser el personaje encarnado por Amanda Seyfried, significativamente llamado Mary, quien opte por rescatarlo de la espiral de desesperanza en la que se encuentra sumido. Ello explica un final que a más de uno le resultará desconcertarte, impostado, inverosímil o, cuando menos, discutible. En su favor, sin embargo, hay que decir que Schrader, quizás más perspicaz como guionista que como director, no ha aludido con anterioridad a Thomas Merton porque sí. El místico católico que calificó la desesperación como un lujo de los egoístas está en la raíz de la tesis de El reverendo. Ante, ya no la permisividad, sino la connivencia de la Iglesia protestante con los poderosos que están llevando a la Tierra, y por ende, a la humanidad, al garete (como bien queda encarnado en el personaje del pastor Jeffers), la respuesta más normal es la indignación, el odio o la desesperación. Pero el realizador de Míchigan, como Merton, considera que perder la esperanza solamente supone adoptar una actitud paralizante, irresponsable e insolidaria. Siempre hay motivos para seguir adelante: un bebé, una sonrisa, una canción. Fusionando, pues, dos opciones visuales tan diferentes como la que ha caracterizado la estética de la mayoría de sus obras y la que explícitamente admira en otros autores (no solo los citados: también Sokurov, Kiarostami…), Paul Schrader ofrece una cinta muy personal y, a la vez, de visos universalistas, que pretende denunciar sin caer en el panfleto y que incluso se permite breves instantes de «realismo mágico», surgidos justamente de la armonía de lo irreconciliable: lo eterno y lo humano, lo trascedente y lo sentimental. De esta forma, el filme parece actualizar la alegoría medieval de Sebastian Brant, al recordarnos que, por demente que pueda parecernos el comportamiento de un individuo aislado, todos formamos parte de una stultifera navis (nave de necios), cuyo destino no es nada halagüeño, ya que aquellos que la dirigen son precisamente los más estúpidos y los más locos. Y si bien participamos del viaje en diferente grado, todos, sin excepción, estamos a bordo de esa nave a punto de hundirse. CRÍTICA COMPLETA, por Elisenda N. Frisach.

08. LAZZARO FELIZ

Lazzaro Felice, Alice Rohrwacher, Italia, 2018, 106 puntos.

Encontrarse con una película como Lazzaro feliz es ya casi un milagro en sí mismo, al margen de los milagros propiamente dichos que se presencian en ella. El Lazzaro del título (Adriano Tardiolo) es un joven huérfano que convive con varias familias en una aldea aislada, la Inviolata, explotados todos ellos por la marquesa Alfonsina De Luna (Nicoleta Braschi) al estilo feudal, sin que sus trabajadores sepan que este régimen ya es historia. La gracia está en que, como la propia noble afirma al ver cómo coexisten sus siervos, ellos explotan a su vez al pobre Lazzaro, pero éste, como indica el título, vive feliz, inconsciente del egoísmo o la bajeza de sus congéneres, y siempre dispuesto a rendirles cualquier tipo de servicio. Pronto se nos da cuenta de su santidad excepcional cuando toma el relevo de un campesino de noche para proteger las gallinas de la amenaza del lobo: el sustituido le dice que basta con llamarlo para que acuda en su ayuda, y cuando Lazzaro lo hace y no obtiene respuesta, se dirige al cielo y afirma que en efecto el otro no lo oye. Teniendo en cuenta que su comunicación con los demás es parca y ensimismada, el que una de sus primeras frases tenga por interlocutora la luna o lo más misterioso del más allá corrobora su relación más cercana con animales y en general con la naturaleza o la divinidad que con otros seres humanos. Sin embargo justo antes el metraje ha incidido en la compenetración entre estos últimos, pues sin previa introducción se nos hace partícipes de un improvisado festejo cuando un joven lleva a cabo la tradicional ceremonia para mostrar la afinidad que siente hacia otra joven. Sus respectivos familiares y amigos se reúnen entonces bajo el mismo techo, intercambiado música, risas y comida, alegres ellos también pese a su penuria y su confinamiento. Estas circunstancias, propiciadas por la costumbre y la ignorancia, justifican el que luego, años más tarde en la ciudad, cuando se materializa ese supuesto paso a la civilización superior al que nos referíamos, ellos sigan viviendo de forma muy similar a la anterior.

En este sentido Lazzaro feliz se divide en dos partes, separadas en espacio y tiempo, pero el inalterable protagonista es el vínculo entre ellas y revela una transición casi imperceptible, pese a lo radical del corte narrativo. El protagonista, tras ayudarle un lobo a levantarse de su postración, camina tranquilamente desde la aldea a la urbe, sin que al parecer nada haya cambiado, hasta que se reencuentra con un personaje anterior, que ahora ha envejecido unos veinte años. Entonces es cuando podemos fechar aproximadamente el salto temporal, y sabiendo que aun queda historia por contar, intuimos que Lazzaro se reencontrará con otros personajes más relevantes, en concreto dos de ellos: Antonia y Tancredi, los dos que antes le profesaban algo más de cariño que los demás, aunque siguieran siendo bastante ingratos. El anticipar estos futuros reencuentros permite que cuando acontecen tengan una gran carga emocional, aunque Rohrwacher los presenta de la forma más natural y casual posible, sin aspavientos melodramáticos. La técnica empleada por la directora, junto a su operadora Hélène Louvart, sigue una planificación muy poco intrusiva, manteniendo asimismo una homogeneidad a lo largo de todo el filme. Cabe retomar el ejemplo antes citado de la primera gran secuencia, la celebración nocturna, donde los distintos personajes pueblan el encuadre y la cámara se mueve invisible en medio de ellos. Esto se debe a que no hay planos de localización sin referentes para que luego estos entren en campo y rellenen el encuadre predispuesto: por el contrario la delantera la llevan siempre estos referentes móviles y la cámara se limita a seguirlos, haciendo gala eso sí de una fotografía granulosa delimitada por un formato redondeado y más estrecho del habitual, que ya desde este punto de vista a priori se correspondería con el componente de fábula pictórica. Pues bien, una planificación similar observamos en una escena de la segunda parte de la historia que en gran medida refleja la anterior, de nuevo con la lejanía invisible del lobo, cuando vuelven a reunirse varios personajes en torno a una mesa, aunque ahora sea en su improvisado y todavía más precario hogar cerca de las vías de un tren. De hecho la analogía visual se explicita con un flashback momentáneo a esa época pasada, momento que también resulta muy emotivo.

El lirismo se conserva pues a lo largo de toda la película, pues las circunstancias de explotación, miseria y hambre que recorren todo el drama nunca le dejan caer en el pesimismo ni la desesperación de tantos dramas neorrealistas a los que asistimos en el cine contemporáneo. De hecho Lazzaro feliz se podría inscribir en la corriente del realismo mágico, donde las vicisitudes cotidianas se aligeran con elementos fantásticos, sin que estos se desvíen del tono general sobrio y costumbrista. Véase por ejemplo otra escena tardía donde Lazzaro consigue que la música de una iglesia que quieren escuchar sus compañeros les acompañe por la calle cuando las monjas los echan del establecimiento: es un hecho sobrenatural que se introduce en el discurrir narrativo sin interrupción o explicación alguna, ni cambios estéticos de ningún tipo, y por ello se normaliza. Al final Rohrwacher está abordando múltiples cuestiones, tanto reales como imaginarias, y relacionadas no solo con el paso histórico de una civilización a otra sino con problemas propios de la sociedad actual, pero todos ellos se armonizan porque al fin y al cabo encajan en el género específico al que puede reconducirse este relato. En el fondo estos problemas de desigualdad o inmigración no son novedosos… como tampoco lo es ese estilo donde se puede rastrear casi toda la idiosincrasia de la cinematografía italiana (e incluso a través del leitmotiv del lobo, cabría remontarse al mítico origen de la civilización romana). La originalidad radica en cambio en su conjunción, que por concluir con la reflexión inicial de esta reseña, también se observa en la combinación de dos nociones del estado de naturaleza y consiguiente paso a la sociedad civil: el ya citado de Rousseau y el anterior de Hobbes. En realidad en este filme los dos estados sucesivos podrían considerarse mezclados, pues ni la aldea es propiamente un estado anterior ni la ciudad es el posterior, sino que sus elementos se superponen. En cualquier caso, si Lazzaro representa la innata bondad del hombre según la concepción rousseauniana, los hombres a su alrededor encarnan el egoísmo característico del hombre según la concepción hobbesiana. Si Hobbes entendía, según expresión original de Plauto, que el hombre es un lobo para el hombre, con Lazzaro resulta que el lobo va más allá del hombre y lo trasciende. CRÍTICA COMPLETA, por Ignacio Navarro Mejía.

07. LA CÁMARA DE CLAIRE

클레어의 카메라, Hong Sang-soo, Corea del Sur-Francia, 2017, 110 puntos.

La Polaroid de Manhee, la única instantánea de la cámara de Claire que comparece filmada, es también un misterio sin solución. Cuando se la muestra al director, Claire afirma haberla tomado en el momento que conoció a Manhee, en una fiesta en lo alto de una azotea, tras haberle pedido permiso. Hace incluso una breve observación que podría considerarse un poco maliciosa: «Estaba ocupada hablando con mucha gente. Era… Cómo decirlo… Una chica muy popular». Sin embargo, en la escena posterior al plano-detalle, vemos a Claire y Manhee conocerse por primera vez no en una azotea sino en la playa: Claire toma la instantánea de Manhee sentada sobre unas rocas. La escena en una azotea aparecerá después, y en ella Manhee, que viste unos llamativos shorts y está siendo invitada a una copa por un hombre, parece responder a la descripción verbal de Claire. Después de que aparezca el director y la haga llorar tras sermonearla sobre su atuendo, Claire aparece y le hace una foto in fraganti, lo que desata la protesta de Manhee. Este podría el momento descrito por Claire en su conversación con el director (montado en discontinuidad temporal), si no fuera porque no coincide ni el detalle de que le pidió permiso para hacer la foto y, sobre todo, porque el vestuario de Manhee en la escena no es el mismo que en la Polaroid que Hong ha mostrado antes en plano-detalle. No hay explicación posible: Hong filma expresamente el momento en el que el flashazo inmortaliza a Manhee sobre la azotea, de modo que no haya dudas sobre la distinta naturaleza de la imagen filmada y la que comparece en la instantánea (en las otras dos fotografías que Claire hace a Manhee, lo que aparece en pantalla no es la instantánea impresa, sino el acto de dispararla.

En este punto, la confusión entre el papel de Claire y el del propio Hong sobre las imágenes filmadas se confunde creando una maraña irresoluble. Cuando Claire conoce al director y la productora, fotografía a ambos. Cuando en la escena posterior come en el piso de Manhee, le enseña las instantáneas que ha tomado en Cannes y aparece la del director. Manhee se sorprende de encontrarle, y Claire también aparenta sorpresa porque se conocieran, aunque (si atendemos a la escena anterior en la que ha tomado esas fotos) ya lo sabía de mano del director. De este modo, Claire, parece mentir a ambos personajes: a Manhee al hacerse la sorprendida por su relación con el director, y al director por contarle una versión de cómo conoció a Manhee que no se corresponde con lo filmado (de modo igualmente simétrico, emite juicios verbales sobre esos personajes que matizan su condición de mediadora inocente con su cámara: a Manhee la describe como una «chica popular», y al director, cuando habla de él con Manhee, como «un borracho»). Por mucho que uno intente recomponer las piezas, no hay teoría posible (aventuramos: una conspiración entre las dos mujeres para que Manhee recupere el trabajo, o una manipulación de los personajes por parte de Claire) que explique a la vez el origen de la Polaroid misteriosa, la escena de las dos mujeres en la playa en la que actúan como si se conocieran por primera vez y la sorpresa de Manhee ante la foto del director. A menos que entre en juego la explicación mágica. ¿Cómo ha conseguido Claire sacar una Polaroid de Manhee en la que ésta aparece posando de frente (esto es, consciente de estar siendo fotografiada), y que sin embargo la coreana crea conocerla por primera vez en la playa? Uno puede aferrarse a explicaciones más peregrinas o admitir que una mano demiurga ha introducido un cuerpo extraño en la película (la Polaroid de Manhee) que no solo reconfigura las relaciones entre los tres personajes coreanos sino que pone en crisis la propia lógica interna del filme.

La oposición entre la cámara de Claire y la de Hong añade mucha sugestión en este sentido: una ofrece imagen fija analógica con cuerpo propio, la otra ofrece imágenes móviles digitales sin una materialidad específica. Como si entraran en batalla dos modos distintos de captura de lo real dispuestos a negarse el uno al otro. O bien es Hong quien introduce el cuerpo extraño en sus propias imágenes filmadas buscando desestabilizarlas, o bien es Claire quien desafía a la representación de Hong con la única imagen de su propia cámara que aparece ante la cámara del cineasta. La primera posibilidad, claro está, ofrece la explicación más sencilla, la filosófica: un Hong que, como de costumbre, quiere matizar de cara al espectador la naturaleza de su propia representación, la validez de sus imágenes. Pero la segunda cuenta con el poder irresistible de lo mágico: si con toda naturalidad buscamos explicaciones dentro de las normas de un mundo que no deja de ser ficticio, ¿por qué no vamos a hacerlo dándole a los personajes un pequeño plus de capacidad de influencia fuera de lo estrictamente narrativo? Al fin y al cabo, si las imágenes de Hong nos resultan tan magnéticas a sus fieles no es por toda la cuestión reflexiva que entrañan, sino porque en ellas pueden ser tan hermosos sus planos de lo banal como los infinitos reflejos mágicos que generan. Lo que nos enseñan Hong y Claire, y que explicita muy bien un plano en el que la fotógrafa y Manhee se detienen a mirar un fresco en el portal, es que todo resulta extraño si se dedica el tiempo suficiente a mirarlo. CRÍTICA COMPLETA, por Miguel Muñoz Garnica.

06. CUSTODIA COMPARTIDA

Jusqu'à la garde, Xavier Legrand, Francia, 2017, 110 puntos.

No resulta inhabitual encontrarnos con que el cine de denuncia social pareciera estar rodado como si su mensaje se dirigiera tan solo a un público convencido de antemano de las ideas presentadas. Un público además que se divide en dos segmentos diferenciados de manera profunda: el consumidor de las propuestas convencionales y limadas de aristas de las producciones cuyo objetivo no es otro que tranquilizar conciencias con historias blandas y almibaradas, o ese otro que suele hallarse en las muestras y festivales cinematográficos que busca la película más abstrusa y difícil para defenderla bajo ilusorias banderas de revolución y rebeldía, pero manteniendo en todo momento un estatus de superioridad que lo aleja sin remedio de aquello a lo que ideológicamente aspira, esto es, tomar posición ante las injusticias. En resumen: la ñoñería insufrible o la pose intelectualoide. A lo que hay que sumar que, tanto en un caso como en otro, el cine social es un suculento saco de productividad comercial y de premios internacionales, lo cual en muchas ocasiones lleva al espectador a cuestionarse la sinceridad de sus autores. Lo extraño acaba siendo justo dar con una película que aúne un fuerte componente de denuncia con la capacidad de llegar a cualquier tipo de público: el especializado, el casual, el formado o el iletrado por igual. Quizá no sea tan difícil cuando el mensaje tras la narración nazca tanto del deseo de contar y sacar a la luz un hecho como de la necesidad de que sea escuchado.

El primer largometraje del director francés Xavier Legrand, Custodia compartida (Jusqu’á la garde, 2017), se abre de forma fría y directa mostrándonos a una jueza dirimiendo la custodia de un niño de once años, Julien, entre sus padres, Miriam y Antoine. Las respectivas abogadas de la pareja van desgranando las razones de por qué su defendido tiene la razón en sus respectivas peticiones: la madre desea la custodia para protegerlo de su padre, y este pide que le dejen estar con su hijo pues es lo que corresponde. La exposición de los hechos es realista, se presentan las partes de manera ecuánime, sin tomar partido, y dejando al espectador en la duda de quién de los dos se atiene a la verdad. Se marca una distancia objetiva ante el caso que hace imposible decantarse por una interpretación exacta de lo explicado en el careo, por lo que no sorprende cuando la jueza decide que la custodia de Julien sea, como se nos indica en el título español, compartida. El tono cercano al documental contrastará, cuando la trama se vaya desarrollando, con la convicción de que hemos asistido a la representación de la mentira de uno de los cónyuges: la realidad se oculta bajo capas que no podemos percibir a primera vista. En espeluznante progresión, descubriremos qué es lo que se esconde tras el miedo de Julien a su progenitor, pues este pronto comenzará a dar muestras de su desquiciado y violentísimo carácter. Antoine golpeando el asiento del coche donde va sentado Julien con la mano abierta, o cómo aquel le tira a la cara una de sus bolsas del colegio al no responder al incansable interrogatorio al que lo somete para saber de su madre, resultan momentos de una violencia extrema porque Legrand mantiene la tensión en cada encuentro con manteniendo un cuidado riguroso y un ritmo in crescendo que sabe hacer estallar en el momento preciso, ayudado por unos actores soberbios en sus interpretaciones.

Legrand brilla no solo en el desarrollo de una historia que nos atrapa y nos arrastra en una vorágine de terror, sino que se sirve también de ciertos elementos formales del cine de género para transmitirnos toda la angustia del terrible acoso al que son sometidos madre e hijo, y todo ello sin abandonar jamás el aspecto realista, verídico de lo narrado. Julien acercándose con cuidado hacia una esquina de la calle por la que ha desaparecido su padre con temor a encontrárselo, o por no saber donde está para poder defenderse, con la cámara siguiendo al niño colocándonos sin remisión en su lugar, quizá sea uno de los ejemplos formalmente más perfectos de esto. Impresiona cómo Legrand hila la insoportable tensión creciente provocada por el imprevisible Antoine sin apenas recurrir a los diálogos en la escena del cumpleaños de Joséphine, la hermana de Julien, donde toda la acción se limita a una cámara que se mueve alrededor de las mesas de la fiesta siguiendo a los personajes y a sus miradas, disparando nuestra atención no hacia lo que vemos, sino hacia lo que intuimos que puede estar sucediendo afuera, lanzando nuestra imaginación hacia un horror que precisamente por ser incapaces de dilucidar nos contagia de toda la angustia provocada por esa presión y violencia a veces invisibles que ejercen implacables los maltratadores. O la magistral secuencia final, donde unos ojos abiertos temerosos en la oscuridad de la noche nos transmiten de manera sobrecogedora todo el espanto de la indefensión ante el monstruo que acecha, donde el implacable realismo de la situación deviene un destilado del mejor cine de psicópatas, donde dos personas son acosadas y buscan refugio en su pequeño apartamento, la salvación huyendo de una habitación a otra viendo su espacio cada vez más limitado, cercados por un loco que grita desesperado sus nombres. Un piso de vivienda social convertido en un castillo acosado por un gigante que va echando abajo sus murallas, arrasado por un ogro que solo vive ya para devorar tu corazón. CRÍTICA COMPLETA, por José Luis Forte.

05. THE FLORIDA PROJECT

Sean Baker, EE.UU., 2017, 129 puntos.

Recordad los veranos interminables de vuestra infancia. Bajo un sol infernal apoyabais vuestra espalda contra la pared y dejabais escurrir vuestro cuerpo por el suelo, como si el calor derritiera cada uno de sus átomos. Un helado deshaciéndose entre los dedos llenando de azúcar pegajosa vuestras manos. Ir de un lado a otro buscando con qué entretenimiento pasar las horas o llamar al timbre de la puerta donde vive esa amiga que confías dejen salir contigo a la calle. Leer un cómic o ver arrastrarse las agujas del reloj mirando sin prestar atención el televisor, tirar piedras a los cristales de una casa abandonada o a la límpida superficie de un río. Inspeccionar, investigar, jugar, correr, tumbarse, dormir, hacer alguna que otra gamberrada. Días perdidos bajo la inconsciencia y la felicidad con la que la niñez teñía todos nuestros actos. ¿Los recordáis? En The Florida Project (Sean Baker, 2017) veremos pasar ante nuestros ojos cada uno de esos momentos mágicos, irrepetibles, agrandados por el recuerdo pero reales, ambientados en una zona marginal de Florida, en un edificio de apartamentos de alquiler que se alza justo al lado del mega mercado emocional del triunfo del capitalismo extremo que representa Disney World. Al lado del parque de atracciones del poder residen nuestros protagonistas al margen de su exuberancia, sin que esto les prive de sus sueños e ilusiones. La pequeña Mooney y sus amigos viven ajenos a ello y se divierten, viven, ríen con lo poco que tienen, que es mucho: el corazón de la niñez libre. El director Sean Baker se apoya en el paisaje, en el formato panorámico de la película para mostrar grandes espacios y cielos amplios y azules donde todo parece brillar con la inocencia de su edad. Pero no todo es esplendor. Todos sus juegos se desarrollan en un entorno no exento de peligros: tiroteos a la puerta de casa, peleas, enfrentamientos, ogros renqueantes que buscan sus víctimas entre los desprotegidos niños, tráfico de drogas, prostitución… Sin embargo nada parece alterar sus vagabundeos y travesuras, alguna de estas ciertamente peligrosas: llegan a provocar un incendio en unos apartamentos abandonados. Baker mantiene de manera prodigiosa el punto de vista infantil mientras los niños protagonizan sus escenas, compartimos con ellos su mundo, sus sentimientos, su diario discurrir entre carreras, gritos y risas con las que llenan esas horas que parecen eternizarse en el verano. Es solo cuando su mirada se detiene en el mundo de los adultos que podremos percibir las amenazas que los rodean.

Sean Baker vuelve a mostrarnos en The Florida Project esos personajes que viven en las esquinas abandonadas del esplendor, que sobreviven como pueden en una sociedad que los ha olvidado, pero que saborean también lo bueno de sus existencias y sufren en su piel la escasez de oportunidades y su propio déficit de preparación para enfrentarse a la realidad. Halley, la madre de Mooney, es una joven que, por descontado, ama a su hija, pero es incapaz de proporcionarle la seguridad de un hogar y un sustento adecuados. Es una mujer inculta con actitudes aniñadas y caprichosas que pelea como buenamente puede el día a día. Cuando falte el sustento, recurrirá a la prostitución para llevar comida a casa, que en su propia inconsciencia convertirá en un derroche de felicidad momentánea sin pensar en el mañana, sin previsión de futuro, prisionera de su falta de cultura y educación. Es una víctima que se hunde sin remisión en sus carencias. Sin embargo, su retrato es de una humanidad sobrecogedora. La entendemos en sus imperfecciones y comprendemos sus rabietas suicidas por mucho que nos duelan. Baker impregna de vida y autenticidad cada uno de sus gestos, de sus erróneas decisiones, de su amor a la vida pese a lo poco que esta le ha ofrecido. Y lo magistral estriba en que no solo es ella quien nos alcanza en su plenitud, sino cada uno de los personajes que pueblan esta historia coral donde llegar a ver amanecer otro día parece una aventura en sí misma. Y entre traficantes, abuelas que cuidan de sus abandonadas nietas, madres que trabajan duro para mantener a sus hijos, viejas transexuales que mantienen intacto su sentido ácido del humor se desmadeja la realidad ante nuestros ojos.

El edificio de apartamentos baratos está regido por un dueño medio idiota e incapaz de sentir la menor empatía por sus inquilinos. Contrarrestando este carácter, tenemos al gerente, un buen hombre cuya única preocupación aparente es cobrar los pagos, mantener el orden, atender las reparaciones y escuchar las exigencias de los vecinos. Pero tras su mirada que lo ve todo también hay alguien que comprende e intenta ayudar. En la novela El guardián entre el centeno (The Catcher in the Rye, 1951), del escritor norteamericano J. D. Salinger, hay un momento en el que su protagonista, Holden Caulfield, un joven perdido e incapaz de integrarse en la sociedad, atrapado en la angustia existencial del paso de la adolescencia a la madurez, nos explica qué es lo único que le gustaría ser al crecer, en el fondo quizá una metáfora del deseo de no querer hacerlo o los riesgos inevitables que conlleva el pasar a la edad adulta. Imagina un campo de centeno que oculta a la vista un precipicio. Miles de niños juegan en él ajenos al peligro. Corren entre las altas espigas y cualquier mal paso puede hacerlos caer al vacío. Pero él estaría allí vigilando para que eso no sucediera, sería el guardián en ese campo de centeno que evitaría que los niños cayeran. Y justo esto es lo que Bobby, el gerente de los apartamentos, hace. Interpretado por un espectacular Willem Dafoe, capaz de con un solo gesto, una mirada fugaz impregnar de sentido toda una escena, Bobby cuida de todos hasta donde puede hacerlo, con la resignación que da la experiencia de aceptar cuándo su ayuda ya no servirá de nada. Resulta sobrecogedor en la secuencia en la que aleja de los niños a un viejo pederasta ofreciéndole una conversación intrascendente. Pero también entrañable. Imperfecto en su grandeza pues en el fondo es incapaz de mantener buenas relaciones con su hijo y su ex esposa, información que Baker nos ofrece casi sin prestarle atención, un detalle más en el entramado global de las vidas que se cruzan en ese lugar abierto a los grandes espacios que lo rodean pero cerrado a la sociedad en la que subsiste. Avanzando a través de un verano que pareciera eterno pero al que la realidad golpeará sin piedad. No hay escapatoria, y quizá por eso cuando Mooney y su amiga Jancey deciden huir lo hacen de manera inconsciente hacia donde cualquier niña creería que se puede ser feliz. La ironía amarga de que nuestros sueños nos son imbuidos desde un paraíso artificial. CRÍTICA COMPLETA, por José Luis Forte.

04. ROMA

Alfonso Cuarón, México, 2018, 171 puntos.

El primer indicio en Roma es el plano general. No es sólo un encuadre o un recurso, se trata de la materia que sostiene el filme, y que se contrapone al auge en el cine contemporáneo del plano cerrado y la profundidad de campo restringida, que priorizan la cercanía, como si observar a corta distancia significara ver mejor. Hay que retomar el encantamiento de los planos abiertos y explorar ese otro detalle que es el paisaje y la lejanía. Esta posibilidad se abre porque existe, como decíamos anteriormente, el recobro de un mundo con su arquitectura, sus sonidos y, sobre todo, su vida creciendo en el interior de la película. Los planos abiertos, los paisajes y las tomas de colectividades —como escribió Carlos Monsiváis: «el pueblo como escultura en movimiento»— no son algo ajeno a la genealogía del arte en México. Es un país de paisajes y multitudes representados, entre otros, por los muralistas, el Dr. Atl o José María Velasco, un pintor alineado al positivismo y la búsqueda de llegar a la fisionomía última de las cosas y sublimar los territorios en una idea de nación, a través de una óptica pura, calculada y milimétrica. Su procedimiento, sin embargo, consistía en mirar desde varias perspectivas, y elaborar una continuidad coherente que diera la impresión de un paisaje terminado y monumental. El propio Octavio Paz diría de Velasco que no era sino la mitad de un genio, ante la falta de los excesos y los peligros de la imaginación en su trabajo. Para Cuarón, como para Velasco, hay un dejo de ciencia en el arte, pero también una correspondencia con el país —de mayor evidencia social, política e histórica en Cuarón— que tiene un interés retrospectivo de narrar el pasado, tanto como la promesa del futuro. ¿Existe la posibilidad, bajo estos parámetros, de armar lazos que escapen a la lógica unitaria de patria?

Diríamos que las cinematografías nacionales más propositivas del mundo suelen ser las que vuelven una y otra vez a su historia, y recorren por vastos senderos —algunos inventados— las planicies, ríos, desiertos o cadenas montañosas que habitan sus geografías, replanteándose cada vez los límites, las naturalezas y sus cualidades. Un poco en esa orientación llega Roma para entrar en esa madeja de problemas, sensibilidades e investigaciones. Es, a diferencia de otras aproximaciones en el ámbito del cine mexicano, una obra mucho más sobria a pesar de su tono épico, pues hace correspondencias de complejidad entre lo íntimo y lo magno, lo político y lo histórico, además de una puesta de las formas cinematográficas al servicio de una idea de mundo. Para ser justos, habría que fraccionar la película en dos: la primera parte, mucho más sublime, donde los planos generales, los personajes circulando dentro de una casa pero relacionándose con el exterior, y el seguimiento de las nanas mixtecas que trabajan para una familia de clase media, poniendo en el centro sus movimientos, gestos y labores, y siempre tensionando entre las jerarquías y el cariño, lleva —quizá más por coincidencia que consciencia— una poética muy cercana a la de los cineastas taiwaneses Hou Hsiao-Hsien y Edward Yang, con sus retratos históricos y familiares que de forma centrífuga siempre responden a un contexto más amplio, a través de inteligentes elipsis y sutiles relatos de múltiples escalas (personal, familiar, regional, nacional). También está presente una alianza con los perros y los cuerpos de agua que recorren las tomas en el cine de Andréi Tarkovski mediante movimientos de cámara laterales, y, de manera mucho más discreta, el blanco y negro de la imagen es el de las películas mexicanas recientes que han encontrado ahí un tono justo para la Ciudad de México. La segunda parte (según nuestra clasificación), sin embargo, impide a Roma pulirse, pues, originada en la visceral secuencia de largo aliento donde se muestra el parto de Cleo (Yalitza Aparicio), una de las nanas, se apela a un relato más cercano donde emerge la crudeza, y lleva la película hacia una narración mucho más convencional y preocupada por cumplir ciertos objetivos del argumento.

En particular, la dimensión histórica que pasa por El Halconazo —una matanza perpetrada por grupos paramilitares a jóvenes del movimiento estudiantil el 10 de junio de 1971—, y las vidas entrecruzadas de mujeres con diversas posiciones y contextos —las nanas, la patrona y la abuela, siempre violentadas por hombres de un machismo recalcitrante (uno de los grandes problemas en México, y sin duda de la mayor parte del mundo)— pierden fuerza política cuando Cuarón hace una analogía metafórica entre las mujeres y la sociedad, culminando con una especie de redención esperanzadora que se vuelve más humanista que crítica. Esa tergiversación rompe con una premisa mucho más minuciosa que se vislumbraba durante los créditos iniciales donde se advierte que el único idioma subtitulado será el mixteco (como si ahí ya hubiera una declaración de principios). A pesar de que la clase media y media-alta domina la producción cinematográfica en México, Cuarón intenta, por medio de la reflexividad, tomar el punto de vista de los marginados y mostrar cómo las relaciones llevan siempre condiciones desiguales. Desgraciadamente esta sutileza se va desvaneciendo con el cambio de dirección a mitad de película, y las notas altas de Roma quedan consagradas en mayor medida a su plásticidad fílmica, esculpida con exactitud y esmero, convirtiendo la nostalgia en un afecto mucho más tangible, donde una realidad se solapa con otra y converge una doble mirada: el pasado que no pasa y el presente; un sincretismo que es al mismo tiempo concreto y formal, y que lleva a cuestas la voluntad de conquistar la memoria y devolverla a la palestra. El trabajo de Alfonso Cuarón se resume en las palabras que alguna vez escribió Alphonse Lamartine para definir la fotografía: «el fenómeno solar mediante el cual el artista colabora con el sol». Cuarón ha estructurado un laboratorio tempestuoso donde es posible equiparar con organicidad las fuertes corrientes de la Historia con la vida cotidiana de un barrio en la Ciudad de México. Ha hecho un trabajo de arqueología para revivir sonidos y oficios como los carros que venden camotes y emiten un silbido a quemarropa, las bandas de guerra desfilando por las calles y los vendedores de curiosos juguetes fuera de los cines. No obstante, queda un largo proceso de maduración y recepción para zanjar la duda, por ahora abierta, de cómo esta película irá imprimiendo su huella en el flujo de la vida. Mientras tanto, sabemos que son los aspectos singulares de Roma, y no los invariables, los que iluminan algo de la realidad para lo que el sol ha sido insuficiente. CRÍTICA COMPLETA, por Rafael Guilhem.

03. COLD WAR

Zimna wojna, Pawel Pawlikowski, Polonia, 198 puntos.

... Parte de esa producción cultural reposaba en manos de Wiktor, uno de los protagonistas de la última película de Pawel Pawlikowski, Cold War, encargado de la búsqueda de talentos para un coro musical folclórico de tintes cabareteros. En sus castings encuentra a Zula, una mujer que, sin ser la más hermosa, ni la más diestra en el baile, ni la que más talento demuestra cantando resultaba, en su conjunto, irresistible para este hombre, quien creyó haber hallado algo más que una simple aspirante a artista. Resolutiva como pocas, la joven demuestra en sus primeros diálogos que no es alguien que vaya a dejarse intimidar ni avasallar: “Maté a mi padre porque, una noche, me confundió con mi madre y yo tenía un cuchillo para mostrarle la diferencia”. Mención aparte merece aquí la actriz Joanna Kulig, un portento de la interpretación a la que adoramos en cada una de sus escenas; en su triste sobriedad y en su ebria y entrañable insensatez. Una mujer deslumbrante condenada a vivir bajo la influencia, aquella que comparte con Gena Rowlands, y la que no tiene más remedio que compartir con todas las mujeres que trataron de salir adelante como artistas independientes bajo un despotismo misógino. Entre los dos no tardará en surgir un idílico romance cuya misma esencia apasionada es la que encontramos entre los estribillos de canciones empalagosas y escenarios de cartón piedra. Sin embargo, cuando a los protagonistas se les honra con pasar a formar parte de las filas del régimen estalinista, dentro de un grupo musical inspirador del fervor nacionalista, habrán de obedecer las estrictas normas de protocolo exigidas por el gobierno, las cuales dictan que todo, desde las letras de las canciones, hasta el propio amor que pueda surgir de ellas, pertenece, por descontado, a la Nación.

Comienza así esta historia de amor y odio salvaje, como no puede ser de otra manera entre artistas, con una Polonia opresiva y un sueño irrealizable: el de la utópica esperanza de poder soportarse el uno al otro, controlar la pasión interna que ejerce una inevitable fuerza repelente entre ellos y dejar que su corazón domine la situación de dos cuerpos guiados por un deseo tan inalcanzable como es la inmortalidad pues, en realidad, esta pareja está destinada a amarse con la misma eternidad que mediaba entre los grandes enamorados de la historia: Romeo y Julieta, Laura y Petrarca, o Eluard y Gala (y Dalí). Así que, llegados a un punto en el que ni la nación puede ofrecerles el consuelo que ellos necesitan, ni ellos son capaces de proveer, por separado, lo que Polonia les exige, tendrán que marcharse en busca de un nuevo comienzo. Lo cierto es que por aquellos tiempos tumultuosos de posguerra, en los que todo el mundo era todavía demasiado escéptico a ese concepto de libertad de expresión que se extendía como una nueva religión, sólo existía un destino para el artista con deseos de descubrir e innovar: París. La capital francesa discurría en una suerte de sincretismo artístico con el régimen soviético, algo que se produjo con la llegada de Bretón de México, donde se encontró con Trotsky para terminar escribiendo al alimón aquel famoso Manifiesto por un arte revolucionario independiente. Según parece, Bretón y Trotsky no se soportaban, el ruso conoció al surrealista francés porque Diego Rivera los había presentado tratando de evitar que su, por entonces, amante Frida Kahlo se dejara seducir por la sensual palabrería del ruso; sin embargo, permanecieron unidos por el simple hecho de que eran conscientes de estar creando historia.

En la ciudad más romántica del mundo, ahora como escenario de sus ardorosos encuentros, la pareja irá descubriendo un dolor inaguantable; el de ver un amor que se rompe, el amor más puro y real que podría imaginarse se va quebrando en dos, sutil alegoría del conflicto sociopolítico entre oriente y occidente que, sin la presencia de una amenaza concreta, se escindía en lo que supuso el comienzo del final de cualquier cordialidad entre los Estados Unidos y Rusia, esa Guerra Fría que dejaría una indeleble huella en todo lo que encontró a su paso; Europa, Asia, Centroamérica, todo estaba condenado a la desintegración –aquí llegaba la broma final de Stalin–. Pawlikowski se muestra taciturno, romántico y desesperanzado a partes iguales, se deja llevar por momentos de increíble felicidad que serán destruidos por la cruel realidad de un destino irrevocable. Por eso se escuda en el blanco y negro, pues no quiere que los colores transmitan un exceso de jovialidad nunca requerido ni anhelado, ni tan siquiera en aquellos instantes de risas y caricias, pues sabe que todo es efímero; tan perecedero y fugaz como la música de Jazz que suena de fondo en todos los suburbios parisinos y se eleva, permaneciendo por encima de los ciudadanos como una aura imperceptible que, por algún extraño motivo, no podemos dejar de mirar. Y ahí encontramos, nuevamente, la explicación a esa forma tan particular del director de encuadrar la imagen, dejando un vacío recóndito por encima de los personajes, de unos dos tercios de la imagen general, por el que discurre una segunda narrativa del sonido que, en sus escarceos fulgurantes, se divierte como en una de las composiciones cromático-musicales de Kandinsky, con los pensamientos y las palabras nunca dichas de aquellos derrotados que, sin fuerza ni para alzar la cabeza, dejan escapar los desilusionados suspiros de impotencia y agotamiento que servirán de epitafio para sus olvidadas tumbas. CRÍTICA COMPLETA, por Alberto Sáez Villarino.

02. CALL ME BY YOUR NAME

Luca Guadagnino, Italia, 273 puntos.

... Otro de sus aspectos que podemos relacionar con Call Me by Your Name es su manera de contrariar las simbologías mortuorias habituales del bodegón. Frente a ellas, la forma del artista de pintar los melocotones con tonos cromáticos y texturas similares a la piel del muchacho es una extensión de ese deseo hacia la plenitud de frescura. Pues bien, en una escena especialmente llamativa Guadagnino emula la capacidad de Caravaggio de convertir al melocotón en cuerpo voluptuoso; no por la simbología erótica que uno pueda asociarle, sino por su sensualidad intrínseca. De hecho, este rechazo a la simbología en aras de dejar que cada uno de los cuerpos u objetos que pueblan sus imágenes brille por sí mismo es lo que mejor explica el concepto de belleza que subyace. La apuesta es el impresionismo cinematográfico en todas las vertientes posibles. Aparte de la captura perfecta de un pedazo de luz y tiempo, Call Me By Your Name es una película liberada de cualquier tipo de atadura ficcional. Liberada de un conflicto narrativo demasiado capitalizador, de un discurso temático, o de cualquier atisbo de metáfora. No hay nada en ella que pueda darnos pie al análisis interpretativo concluyente, ni a la etiqueta, y eso es uno de los mayores elogios que podemos regalarle. Todos y cada uno de los elementos que configuran su cuidadísima composición están dispuestos con una ligereza que, en su libertad, no puede ser más acertada.

Quizá el melocotón que mencionábamos sea el ejemplo más evidente de este amor hacia las cosas por sí mismas que el filme convierte en manifiesto, pero esta afirmación alcanza incluso a presencias tan etéreas como el mismo tiempo. Lo podemos entrever en el tratamiento de capas temporales, ligero a la vez que complejo, que propone la película. En primer lugar, la retracción a los ochenta imprime una distancia que configura la condición del relato como cuadro evocador de una realidad que es pasado irrecuperable a la vez que presente vivo. Pasado irrecuperable en lo que implica de recuerdo nostálgico, que podemos asociar tanto a una década como a una etapa vital fuertemente susceptibles de ser idealizadas. Pero presente vivo en cuanto que la sensación de espacio habitable que se nos transmite tiene más arrastre que esa nostalgia (lo cual funciona en paralelo a la función mencionada de Oliver como personaje-tiempo), al menos durante nuestra vivencia del presente fílmico. La nostalgia que se propone es, digámoslo así, un leve susurro de que el tiempo de plenitud que estamos viviendo se nos escurre continuamente entre los dedos, pero que el apego al mismo es también (intuimos) una salvación para el futuro. Significativamente, el guión de Guadagnino y James Ivory elimina la narración de recuerdo en primera persona que conducía la novela original, lo que nos puede indicar un mayor interés en esta vaporosidad entre presente y pasado. En segundo lugar, hay un estrato de capas de pasado mucho más lejanas cuya presencia traza el director casi en sordina. Las callejuelas e iglesias ancestrales del pueblecito transalpino nos remontan a un sustrato cristiano y medieval, las estatuas griegas que estudian Oliver y el padre de Elio son ecos de la época clásica, y la simbología judía aporta una identidad cultural común y muy marcada a los dos protagonistas: es más, Guadagnino juega a convertir esto último en otro elemento de seducción al hacer de la estrella de David que cuelga del pecho desabotonado de Oliver objeto de las miradas cautivadas de Elio.

Todas estas capas temporales, decíamos, son una parte más del complejo nivel de estratos que propone Guadagnino, sugerente por su vaguedad. Esto es, que son capas que sin necesidad de ser explotadas con fines narrativos (o quizá precisamente por eso) encajan con naturalidad en el cuadro. Del mismo modo, la cinta está plagada de referencias culturales hechas por los personajes. Guadagnino, en la línea de Rohmer, crea un espacio definido por la erudición de sus habitantes, sumada a una llamativa pluralidad sociocultural. El padre de Elio, italiano, es un historiador del arte especializado en el período clásico; su madre, francesa, es experta en literatura y la vemos recitar poesía alemana; Oliver, estadounidense, es un discípulo de su padre; el propio Elio se entretiene transcribiendo composiciones clásicas de piano… Lo llamativo es que, con la ubicación en la casa vacacional y la época veraniega, intelectualismo y ocio quedan asociados de forma muy clara. La película hace con ello una defensa de la erudición como otro placer más de la vida, equiparable al descubrimiento de la sexualidad y el primer amor que mueve su relato principal (si es que existe uno). Guadagnino parece incluso personificarse en el padre de Elio, que remata toda esta composición con un pequeño y hermosísimo alegato final a favor del disfrute. Un detalle que nos empuja a reconsiderar el conjunto desde la mirada paternal más tierna, y que da un sentido de trascendencia a la inevitable fugacidad de emociones adolescentes: la entrega total al esplendor del amor estival garantiza una compañía cálida en los futuros inviernos. CRÍTICA COMPLETA, por Miguel Muñoz Garnica.

01. EL HILO INVISIBLE

Phantom Thread, Paul Thomas Anderson, EE.UU., 314 puntos.

Georg Lukács, en su texto El alma y las formas, presenta una lección sobre el amor que se redime en el trasfondo de una sociedad con tendencia al distanciamiento de la pasión; gracias a esta perspectiva el ensayo resulta desgarradoramente romántico, pues reflexiona sobre la nostalgia de un amor perdido, aquel del que habló y sacralizó Platón en El banquete, un amor cuya supervivencia reside en la implacable renuncia del ser individual, del éxito, del yo construido a lo largo de años de esfuerzo individualista. ¿Acaso no hemos pensado todos que la única oportunidad que tienen Reynolds y Alma de ser felices como pareja reside en el completo abandono profesional del hombre, en el cierre definitivo de Woodcock? En efecto, conocemos al protagonista de la película convertido en una mezcla entre Narciso, enamorado de su propio reflejo, de la representación de su mismo ser en la alta sociedad, y Pigmalión, hechizado por su propia creación, el vestido perfecto. Las mujeres son, para Reynolds, un simple accesorio, un divertimento con el que entretenerse hasta que se aburre y delega en su hermana Cyril la comunicación a la desdichada del término de su relación, ya que él, como bien deja claro desde el comienzo, “no tiene tiempo para enfrentamientos”. Sin embargo, una de esas “desechables” mujeres consigue romper su coraza de protección impenetrable y hace que pierda su aparente fachada de frialdad. El resultado se adscribe a la descripción de Barthes, “hiriente como la metralla, la ráfaga amorosa provoca entorpecimiento y miedo: crisis, revulsión del cuerpo y locura”. La pareja, tras una breve y platónica etapa de afectividad, entra en un decadente y enfermizo idilio del que no podrá salir.

Sin embargo, la joven Alma encuentra una solución reconfortante que le permita disfrutar de su pareja con ternura y sin las constantes discusiones, aunque para ello, ha de esperar a que Reynolds caiga enfermo y necesite de sus cuidados; y así, vulnerable, desprotegido, se deja amar en la enfermedad como es incapaz de hacerlo cuando se encuentra en plena fortaleza física. En este punto hemos de trasladarnos a la literatura japonesa para hallar en la maravillosa y trágica figura de Mishima un precedente dramático de semejantes características. Nos referimos al placer que sentía la protagonista de la novela, Música, con el sufrimiento de su marido: “Durante este período, en un rincón de mi corazón sentía, a diario, una felicidad desgarradora. Sabía bien que él no mejoraría y estaba claro que mi gozo provenía de este conocimiento. Por saber de su muerte, lo visitaba y cuidaba con toda mi alma, rogaba por él y sufría. Mas cuando murió, volví a ser víctima de un vivo dolor, el dolor por la pérdida de la felicidad de aquella circunstancial situación”. Al igual que Mishima, Anderson incide en el concepto del dolor tras la perspectiva de una ruptura, no como un verdadero sufrimiento por la pérdida del amado (o detestado), sino por la interrupción de esa felicidad que se encuentra en la rutina, en el saberse acompañado. La problemática de las relaciones amorosas ha estado presente en la filmografía andersoniana desde sus comienzos, y podría entenderse como un amor asfixiado por la incomprensión entre los amantes. Algo que no impide a los personajes reincidir en esa desdicha por aquello que viene a denominarse costumbrismo romántico, el sentimiento infundado de no poder vivir el uno sin el otro, el origen de un círculo vicioso de odio, temor y deseo. Por lo general, en los momentos más claustrofóbicos de estas relaciones, cuando se presenta una imperante necesidad de romper con la asfixiante rutina matrimonial y buscar algo más excitante, las ficciones tradicionales suelen dirigir la trama hacia la aparición de un tercero que promueva el adulterio. No obstante, en esta película, la necesidad de escapar de la angustia marital alcanza un matiz mucho más violento y explícito en esa misma línea de inestabilidad y toxicidad, cuando Alma entiende que, si la única forma de hallar la felicidad con su marido es la enfermedad de éste, habrá de encontrar la manera de hacer que pierda y recobre la salud a su antojo. El conocimiento y la aceptación de Reynolds de esta estrategia maquiavélica de Alma nos llevan a nuestro último punto de análisis.

Reynolds Woodcock ha alcanzado el éxito y la fortuna en nuestro mundo discriminatorio defendiendo un empleo asociado tradicionalmente al género femenino. Es, quizá, por este motivo por lo que el diseñador se ha esforzado siempre en no mostrar debilidad frente a nadie. El protagonista ha construido una fachada de reservada hostilidad social, manifestada con frecuentes salidas de tono y una actitud desafiante a cuantos hombres se han atrevido a cuestionar su hombría. Como ejemplo paradigmático de la masculinidad hegemónica, no le ha quedado otro remedio que luchar por su posición de macho alfa en cada uno de los actos sociales a los que ha sido invitado, algo que funciona en armónica sincronía con su carácter arrogante y altivo respecto de otros hombres y mujeres. De este modo, cuando se da cuenta de que sus sentimientos hacia Alma sobrepasan lo puramente lúdico, el protagonista encuentra en la estrategia enfermiza de su pareja una solución provechosa de la que beneficiarse para encontrar la forma de intimar de manera romántica y cariñosa con su mujer sin necesidad de mostrar debilidad por ello; desde la enfermedad es aceptable, hablando en términos de masculinidad, que el hombre reciba sin reticencias los cuidados y caricias de la mujer, sin que nadie pueda poner en entredicho una hombría de la que hará gala, una vez se haya recuperado de sus dolencias, con su desprecio e insolencia habituales. En cuanto a la semántica, además del explícito nombre del protagonista, cuya traducción sería algo así como “pene de madera”, podemos apreciar aquí el significante masculino de la propia palabra vestido, y el significado que esta definición encuentra en el aberrante proceso de masculinización de la prenda femenina como medio de imposición estatutaria, algo que Barthes acertó a describir como la búsqueda de la subordinación totalitaria, una masculinización absoluta de todo el terreno lingüístico; esta situación llegará promovida, en la película de Anderson, por la completa pérdida de la confianza en el protagonista, desarticulado anímicamente a consecuencia del carácter irreductible e impertérrito de Alma. Tal vez esta última producción de Paul Thomas Anderson no nos haya brindado uno de sus típicos trabajos de trepidante argumentación fraccionada, ni una compleja línea narrativa de múltiples conexiones idiosincráticas; sin embargo, a efectos semánticos, puede configurar uno de las trabajos más profundos y acertados de toda su carrera. CRÍTICA COMPLETA, por Alberto Sáez Villarino.

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Redactores que han participado en la votación: Alberto Sáez Villarino, Aarón Rodríguez Serrano, Juan José Ontiveros, Ignacio Navarro Mejía, Miguel Muñoz Garnica, Víctor Blanes Picó, José Martín León, Emilio M. Luna, Juan Roures, David Tejero Nogales, Rafael Guilhem & Hernán Touzón.



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