Damaris Del Carmen Hurtado Pérez: Joker
Decía Todd Phillips en una entrevista reciente a Vanity Fair que su versión del Joker es consecuencia de haberse visto empujado a abandonar la comedia, género que considera arruinado. “Intenta ser gracioso hoy día con esta cultura de la concienciación” retaba al entrevistador.
Y es que Phillips se ha labrado un nombre, y diría que una autoría bastante definida, en torno a las pelis de colegas pegándose la juerga padre. Un tipo de comedia plagada de humor grueso, fiestas locas, sexo, drogas y todo lo que pudiera ser una evolución de sus primigenias Road Trip y Aquellas juergas universitarias, culminando en la popular trilogía del resacón. La “bro comedy” como paradigma de un tipo de humor faltón y despreocupado nacido en una época en la que el público no tenía el altavoz actual para leerte la cartilla.
Tenga más o menos razón, su lectura del estado de las cosas le ha empujado a dar un salto como autor y, viendo su paso por festivales y el grueso de críticas, le ha sentado más que bien a su carrera. Para Phillips, su versión del Joker ha sido el camino por el que seguir siendo transgresor fuera de la comedia. Coger un personaje popular del mundo del cómic, un villano mítico, y contar a través de él la historia de un tipo inadaptado e incomprendido que acaba por estallar contra el mundo que le rodea.
Su película, con un escrupuloso cuidado del punto de vista, nos pega a la nuca de Arthur Fleck, un payaso mal pagado de profesión y humorista de vocación, que padece serios problemas mentales, siendo el síntoma más evidente una risa histérica e incontrolable que estalla ante situaciones de estrés.
Fleck es un DESGRACIADO. Uso las mayúsculas porque la película pone un empeño extremo en convertir a su protagonista en la ultravíctima, el tipo más puteado de la historia. Si lo de antes no fuera suficiente, el tipo es feo, vive con su madre a sus cuarentaitantos, sus compañeros se chotean de él, los chavales le humillan y le pegan, la gente le trata como un apestado cuando intenta ser amable, los recortes en sanidad le dejan sin medicación y sin el tratamiento de una psicóloga que no le escucha de verdad. Y todo eso antes de que descubramos determinadas cuestiones sobre su propia familia. Resumiendo, el payaso triste más triste del mundo.
Aquí debo reconocer mi fobia absoluta a lo payasil y al arquetipo del payaso triste, a esa idea penosa del humorista como alguien que hace reír a los demás mientras llora por dentro. En serio, no puedo. Me mata la idea de que una profesión como la de hacer reír, que es vocacional, se trate de ennoblecer convirtiéndola en lastre para quien la practica, el mártir de la felicidad. Y Joker, para colmo, se agarra sólo a la parte negativa de ese arquetipo. Fleck, que se supone que es humorista vocacional, podría haber querido ser cantante de coplas y la película hubiera funcionado prácticamente igual. No es un bromista, no es ingenioso, no tiene talento, sólo utiliza el humor como trampolín hacia un reconocimiento que le es negado constantemente.
Aquí la película enlaza directamente, como ya se ha mencionado numerosas veces, con El rey de la comedia. La película de Scorsese presentaba un protagonista muy similar al de Joker pero sin necesidad de recargar tanto las tintas y con una muestra más clara de amor por la profesión aunque el reconocimiento siguiera siendo el principal anhelo.
Ambos títulos comparten estructura a grandes rasgos, sólo que aquí la deriva hacia la psicopatía viene forzada por la propia mitología del personaje. Un viaje de víctima invisible a símbolo (involuntario) del hartazgo de una sociedad precarizada que se plasma de la forma más violenta. El reconocimiento que eso le proporciona supone la culminación de sus ilusiones, lo que desata, le da exactamente igual. Es un ejercicio de egoísmo puro y evidente que rompe, creo yo, con la tesis de que la película pretende ensalzar al delincuente como héroe o que es propaganda “incel”. Phillips en ningún momento salva al personaje, pero sí lo expone como el síntoma de una sociedad enferma e individualista. Y es esa sociedad rota la que, llevada al límite, puede ver un salvavidas en el lugar más equivocado.
En cualquier caso, se quiera o no hacer una lectura política de la historia, lo que es evidente es que Joker es un ejercicio de exceso permanente. Desde la mencionada concepción del personaje y sus circunstancias hasta el trabajo del propio actor protagonista (esquelético, pelograsa, antipático, fumador de dientes pochos, contraído y lleno de tics). Una composición tan virtuosa como pasada de vueltas que podría verse como uno de esos solos de jazz tan onanistas que acaban chirriando en el concierto. Puede ser coherente con la mitología de un personaje que siempre ha sido caos y locura, pero choca con el estilo naturalista que propone Phillips y resulta agotador.
Quizás la gran broma de todo esto suceda, como la reflexión inicial de Phillips, fuera de la película. Habiendo huido de la comedia para no verse sometido a broncas y quejas virtuales, Joker se ha visto ridículamente envuelta en otra polémica más sobre si el cine promueve actitudes violentas, hasta el punto de que Warner tuvo que hacer un comunicado al respecto y que hay cines pidiendo a los espectadores, incluso en España, que no porten armas o máscaras al asistir a ver la película.
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