Damaris Del Carmen Hurtado Pérez: Crítica | La trinchera infinita

Prisionero en su propio hogar

Crítica ★★★★☆ de «La trinchera infinita», de Aitor Arregi, Jon Garaño y Jose Mari Goenaga.

España y Francia, 2019. Presentación: Festival de San Sebastián 2019. Dirección: Aitor Arregi, Jon Garaño y Jose Mari Goenaga. Guion: Jose Mari Goenaga y Luiso Berdejo. Productoras: La Claqueta / Irusoin / Manny Films / Moriarti Produkzioak / Trinchera Film. Fotografía: Javier Agirre. Montaje: Laurent Dufreche y Raúl López. Música: Pascal Gaigne. Diseño de producción: Pepe Domínguez del Olmo. Dirección artística: Gigia Pellegrini y Mikel Serrano. Vestuario: Lourdes Fuentes y Saioa Lara. Reparto: Antonio de la Torre, Belén Cuesta, Vicente Vergara, José Manuel Poga, Emilio Palacios. Duración: 147 minutos.

Una guerra abarca numerosos campos de batalla. Los más visibles son los propios escenarios del enfrentamiento bélico entre los soldados de ambos bandos, ese paisaje destrozado por la marcha de las botas y la artillería, los bombardeos, las minas y los cadáveres que tras ellos siembran la tierra. Es esa imagen de desesperación y muerte la que habitualmente asociamos a la guerra. Pero esta se extiende más allá del frente, a todas las poblaciones de los países comprometidos, hasta su última aldea y su núcleo más recóndito, pues las noticias y demás secuelas del conflicto llegan a todas partes. Y con ellas se extiende una sensación compartida, aunque el sufrimiento no sean tan directo, tan impactante, pues del mismo modo todos padecen lo peor del comportamiento humano. En otras palabras, los habitantes que no hayan tenido que enrolarse no se librarán de la violencia, aunque no sea tan patente ni multitudinaria, y su mente podrá entonces asimilar a distancia ese paisaje destrozado por el que sí tienen que pisar sus compatriotas, puesto que este contexto provoca una unificación de la mentalidad, una pérdida de individualidad. Por ello se antoja tan poético como oportuno el título de La trinchera infinita para una película ambientada en la guerra, pero lejos del frente. Y es que como hemos dicho esa trinchera no es exclusiva de este último, sino que se proyecta también fuera del mismo. Su carácter infinito se derivaría entonces de esa prolongación espacial, por mucho que no exista materialmente. Pero es que además la historia que ahora se nos cuenta está efectiva y mayoritariamente localizada en una trinchera, no la que cavan los soldados para fijar su línea y protegerse del ejército enemigo, sino la que construye un solo hombre tras el muro de su casa, un mismo espacio estrecho y longitudinal, si bien oculto de todos y sin posibilidad de avanzar. El adjetivo “infinita” tiene asimismo esa acepción temporal, que viene de lejos y que puede llegar hasta nuestros días.

En efecto, aunque la dualidad de la sociedad española estalló durante la Guerra Civil, se puede remontar al menos a la Ilustración, cuando una nueva generación quebró el consenso sociocultural que hasta entonces articulaba esa sociedad en torno a la tradición. Y todavía en la actualidad nos cuesta superar esa conocida imagen de las dos Españas, de la que el actual bloqueo bipartidista no es sino la metáfora más triste y cercana. Por no hablar de debates aún no superados relacionados con la memoria histórica, de nuevo en primera línea ahora con la exhumación de Franco. Todo este caldo de cultivo justifica la oportunidad de “otra película más sobre la guerra civil”, como se suelen descalificar, cuando en verdad, por muy a menudo que este conflicto se estudie y represente artísticamente, nunca estará de más volver la atención sobre el mismo para no repetir errores cuando se siguen cometiendo. Y es que independientemente de la ideología y los valores de cada uno, valga la obviedad, nos une mucho más de lo que nos separa, como queda especialmente manifiesto cuando esas divergencias en el fondo superficiales nacen en el seno de una misma familia o un mismo pueblo. En toda esta reflexión incide la nueva película de Aitor Arregi, Jon Garaño y Jose Mari Goenaga, por primera vez juntos como directores, pues en sus anteriores Handia y Loreak se turnaron por parejas, aun coincidiendo los tres como guionistas. Ahora en cambio el guion corre solo a cargo de Goenaga, acompañado por el también conocido Luiso Berdejo. En cualquier caso se reúne el equipo habitual liderado por un proyecto colectivo que a la vez, paradójicamente o quizá no dada la necesidad de ir a la esencia del conflicto a que nos referimos, cuenta una historia intimista, centrada en dos personajes principales. Estos son los andaluces Higinio Blanco y su mujer Rosa, el primero un republicano comprometido en la lucha social que con el alzamiento nacional se ve perseguido por el bando opuesto. Primero intenta huir, antes de ser detenido y volver a huir, antes de volver a su pueblo y la casa donde le espera siempre su mujer, a quien no puede abandonar, para lo cual idea ese único plan de supervivencia derivado como hemos visto del título.

La trinchera infinita, Aitor Arregi, Jon Garaño y Jose Mari Goenaga.
Tras competir por la Concha de Oro del SSIFF, se estrenará en España el 31 de octubre distribuida por EOne.

«Intuimos cómo acabarán [los personajes], y del mismo modo que la Historia se repite también nos resultan familiares las vicisitudes de quienes la sufren, pero no por ello nos vemos menos obligados a permanecer en vilo, atentos a estas pobres y no tan lejanas vidas, pues una de ellas bien podría haber sido la nuestra».


El carácter repetitivo de las primeras secuencias, con esas idas y venidas del pueblo marcadas por el acecho de las patrullas, el temor hacia el vecino, la inseguridad de cualquier escondite, resulta muy verosímil y nos obliga a compartir el desasosiego del protagonista. Se acentúa además esta sensación por una estructura narrativa dividida en capítulos, cada uno con un nombre común o adjetivo simple acompañado de la correspondiente definición de diccionario. Pueden surgir varias interpretaciones de esta fragmentación, desde ese reforzamiento del tono episódico del drama hasta una nueva voluntad poética que quiere trascender la cotidianeidad en la que en seguida caen estos personajes, por muy convulsos que sean su ambiente y su época. Con todo, que no se elija un título más literario para cada capítulo mostraría el afán por aferrarse a la cruda realidad, evitando el estilo novelístico y acercándose más al periodístico, pues ante todo estos cineastas pretenden realizar un recuento lo más fiel posible basado en hechos reales. Podemos adelantar empero una crítica, por el último capítulo, donde ese último rótulo interrumpe de forma demasiado brusca el desenlace del drama, que ya adivinamos, por lo que cae ya demasiado en la redundancia y rebaja un tanto la gran emotividad de la escena. Lo cierto es que, salvo hacia ese final, el resto del metraje está marcado por el escaso sentimentalismo, la naturalidad de los diálogos, la sobriedad de la puesta en escena, más allá de algunas licencias artísticas e imágenes simbólicas, como cuando el encerrado Higinio empieza a tener visiones e ilusiones más allá de su ceñido hábitat. Incluso éstas con todo son breves y minimalistas, y en ningún momento la historia se desplaza siquiera imaginariamente más allá de ese pueblo. Hay continuas referencias a lo que está pasando en otros lugares, pero el espectador solo lo advierte a través de la radio o la prensa, guiado por las conversaciones de estos personajes. Al frente tenemos a unos magníficos Antonio de la Torre y Belén Cuesta, el primero demostrando de nuevo el acierto selectivo de su filmografía. Los papeles de ambos son exigentes y multifacéticos, teniendo en cuenta asimismo los años que transcurren, que alteran sus rasgos gracias a un conseguido maquillaje, que los actores incorporan igualmente con la mengua de sus gestos y acciones. Intuimos cómo acabarán, y del mismo modo que la Historia se repite también nos resultan familiares las vicisitudes de quienes la sufren, pero no por ello nos vemos menos obligados a permanecer en vilo, atentos a estas pobres y no tan lejanas vidas, pues una de ellas bien podría haber sido la nuestra | ★★★★☆


Ignacio Navarro Mejía |
© Revista EAM / Festival de San Sebastián




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