Damaris Del Carmen Hurtado Pérez: Crítica | Martin Eden

Vivir fuera del tiempo

Crítica ★★★★☆ de «Martin Eden», de Pietro Marcello.

Italia y Francia, 2019. Título original: Martin Eden. Dirección: Pietro Marcello. Guion: Maurizio Braucci, Pietro Marcello (basado en la novela de Jack London). Productoras: Avventurosa (Pietro Marcello), RaiCinema (Paolo Del Brocco, Paola Malanga), IBC (Giuseppe Caschetto), Shellac Sud (Thomas Ordonneau), Match Factory Productions (Michael Weber, Viola Fügen). Fotografía: Francesco Di Giacomo, Alessandro Abate. Montaje: Aline Hervé, Fabrizio Federico. Música: Marco Messina y Sacha Ricci para ERA, Paolo Marzocchi. Vestuario: Andrea Cavalletto. Reparto: Luca Marinelli, Carlo Cecchi, Jessica Cressy, Vincenzo Nemolato, Marco Leonardi, Denise Sardisco y Carmen Pommella. Duración: 129 minutos.

Cuando Jack London escribió en 1909 la novela que seguiría el camino de dos clásicos consagrados bajo su nombre, Colmillo blanco y La llamada de lo salvaje, puso en su nueva obra, de título Martin Eden, las luces y sombras que el éxito literario había tenido sobre su persona, como intelectual y como ente social venido del proletariado. Ciento diez años más tarde, Pietro Marcello, al adaptar (libremente) la vida del álter ego de London a la gran pantalla, no solo recontextualiza y fragua los dilemas retrospectivos de un artista en las últimas luces del posromanticismo, sino que traslada –literalmente– la acción desde Oakland hasta Nápoles, redefiniendo el contexto narrativo de forma radical, atrevida. Quizás una decisión política (deducirlo no resulta difícil, en tiempos de Salvini), o un simple gesto de acercamiento a lo filmado de parte de un cineasta que, ante todo, ha ido forjando una mirada docuexperimental.

El napolitano Luca Marinelli da vida al epónimo Martin Eden (llámenle London, o Marcello –añadirle el componente autobiográfico queda a elección del espectador–), un joven pescador que una mañana salva al acomodado Arturo Orsini de ser apalizado por un trabajador del puerto. En un gesto de gratitud, Eden es invitado a la mansión de la familia Orsini, ricos propietarios industriales que no tienen apuros en invitar a un proletario a comer, sea por pura educación. Allí, Eden conoce a Elena, de quien se enamora al instante (aunque ella, en cambio, no muestre señales de interés más allá de la curiosidad). Para lograr casarse con Elena, el joven, semianalfabeto y arruinado, decide emprender una carrera intelectual que, con la lectura y la formación como raíles, lo llevará a ser un escritor reconocido. Pero la ambición no es suficiente para que los textos que manda diariamente a numerosas revistas sean publicados: de la vida en el puerto a ganarse un puesto como autor digno de la mano de Elena, Eden deberá enfrentarse no solo a dificultades económicas sino también a conflictos morales que lo pondrán en contra de la burguesa familia de ella.

El gran qué de la trama, sin embargo, no reside tanto en su relación con Elena –quien, a fin de cuentas, aparece solo en contadas ocasiones y actúa más como excusa platónica que como amante real– sino en la caída del joven a un estilo de vida que lo forma, a la vez que acaba con él. El cambio es evidente: si al principio de la película Marinelli aparece como un héroe vivaz y carismático, pobre pero capaz de equiparar la educación del proletariado con una rebanada de pan en salsa, con una sonrisa honesta de oreja a oreja; alcanzado el éxito, la versión que de él veremos se volverá oscura y arrogante, depresiva y desagradable a partes iguales. Una sombra de lo que era, que ni siquiera encaja con las maneras burguesas.

Entretanto, una conversación que ilumina su caída en desgracia. Cuando Elena y él salen del cine, discuten. A ella, le ha gustado la película («esperanzadora») –él no la soporta–. Eden esgrime: «Aquellos que están siempre llenos nunca entenderán la miseria de los que pasan hambre». Para él, esa es una verdad capital, y con cada uno de sus actos lo demuestra; desde la intensidad con la que devora la comida en casa de los Orsini hasta la voracidad lectora que lo mantiene en velo durante las noches de estudio. Eden está vivo solo en su propia ansia, en el hambre, por lo que la depresión llega cuando encuentra el éxito –cuando su estómago ya no está vacío–. La caída del napolitano es, en el fondo, el ejemplo perfecto del paradigma de construcción de la idea de artista desde la Modernidad, aquella de un genio voraz en constante crisis y revolución contra el sistema. El viraje de Eden es el de la temida consagración, que lo lleva de su propia microeconomía anti-económica a la lógica económica de una industria cultural y de pensamiento. ¿Cómo escribir «esos cuentos tan tristes» cuando ya no se tiene hambre?


«El relato, en Martin Eden, es anacrónico y así, de alguna forma, lo pide el propio protagonista que, incapaz de conectar con la sociedad que lo envuelve (solo la familia de María parece reconfortarle), aislado en su propio genio, acaba viviendo también su propia historia. Una historia líquida, anti-cronológica, que –en términos de su amado Nietzsche– tendría como centro a un individuo condenado al eterno retorno».


Para el sociólogo Pierre Bourdieu, este no sería más que un conflicto de tiempos (como veremos a continuación, un elemento fundamental en la cinta): el de Eden es un tiempo en presente, son los días de la lucha entre lo clásico (el pasado, la Cultura instaurada) y lo discordante de su rebelión personal (contra el socialismo), ideología aún por materializar. Aunque, y eso puede que sea el mayor talón de Aquiles de un guion coescrito con Maurizio Braucci, a Marcello no le interesa tanto plasmar el equilibro entre ambos tiempos sino solo retratar una cierta polaridad. Así es que el proceso en que el presente de Eden se vuelve pasado (su consagración) y el cambio desde la anti-economía hacia la lucratividad capitalista pasan fuera de plano, en una elipsis. Quizás sea por esto que el puente entre el binomio de «los dos Martins» pueda llegar a parecer forzado, incluso gratuito; tan grande es el cambio entre el ser alegre y vivaz de los primeros minutos de película, proletario todo él, y el intelectual de dientes amarillentos, lleno de spleen y cinismo individualista, que vocifera contra el socialismo al final de la cinta. De un lázaro feliz a un viejo agrio y vulnerable. ¿Fuera quizás este el auténtico artiste maudit?

Recupero la cuestión del tiempo, pues ligada a la caída a los infiernos personales del protagonista queda una de las señas identificativas del cine de Pietro Marcello, y otra agradable sorpresa. Dos recursos que, desde la forma, elevan el drama de Eden y subrayan su desvío de una temporalidad sana y compartida. Por un lado, la inserción de pedazos de imágenes de archivo, totalmente independientes y desvinculadas de causalidad alguna, en medio de la trama. Marcello, que ya había recurrido a la imagen ready-made hace diez años, para En la boca del lobo, vuelve a ella para incorporar un elemento de temporalidad compartida –pequeños vistazos a la historia pasada– que, en un sentido durkheimiano, se aleja cada vez más del individualismo en presente del protagonista. La vida de él, una figura tan hecha a sí misma que parece que no pueda tener historia compartida, topará, de tanto en tanto, con retazos de un paisaje humano inalcanzable por la misma materia de la imagen; un analógico de tonos saturados. Estos cortes instantes, alegres (dos niños bailando el twist) o crueles (el niño del que se ríen en clase), que viven y se recuperan, al fin y al cabo identifican lo que Eden, en su afán por hacer historia, nunca podrá tener: momentos de auténtica conexión con la gente (el soldado y su mujer), con los lugares (las masas), incluso con su propia temporalidad (el galeón).

Pues el tiempo de Eden es, y no es. Y he aquí la sorpresa que anteriormente mencionaba; cuando una trata de establecer el período histórico en que se desarrolla la trama, surge el gran interrogante: ¿Por qué Elena va vestida al estilo de finales del siglo XIX - principios del XX, mientras en la radio suena música disco de los 60? ¿De qué «gran guerra por llegar» habla el anciano de la playa? El relato, en Martin Eden, es anacrónico y así, de alguna forma, lo pide el propio protagonista que, incapaz de conectar con la sociedad que lo envuelve (solo la familia de María parece reconfortarle), aislado en su propio genio, acaba viviendo también su propia historia. Una historia líquida, anti-cronológica, que –en términos de su amado Nietzsche– tendría como centro a un individuo condenado al eterno retorno, incapaz (a pesar de su radicalidad) de la más mínima progresión | ★★★★☆


Mariona Borrull |
© Revista EAM / Mostra de Venecia




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