Damaris Del Carmen Hurtado Pérez: Ad Astra

Espléndido entrevistado que es — de los mejores junto a Soderbergh dentro del cine estadounidense — el director de Ad Astra, James Gray, reconoció al magacín Little White Lies que se trata una película un poco distorsionada por el estudio. Sin rencor alguno hacia los financiadores del film, Gray confirmó que no tenía derecho a un montaje final del film, pero estimó que lo que vemos en pantalla es, textualmente, “un 90%” suyo. Qué es ese 10 por ciento restante es imposible de saber y en esta ocasión me voy a ahorrar el ejercicio de mentalismo, porque Ad Astra vive en una contradicción a lo largo de todo su metraje: un intento de reconciliar una aventura física con una odisea de la memoria. Dos thrillers casi independientes, dos viajes simultáneos, un mismo protagonista. Las peripecias me dan igual. La odisea me ha llegado en toda la boca.

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El astronauta Roy McBride (Brad Pitt), recibe el encargo de solicitar a su padre, Clifford McBride, leyenda planetaria y, de remate, Tommy Lee Jones, que abandone un experimento que lleva realizando durante décadas en el límite del Sistema Solar y que ha puesto en peligro a la Humanidad. Sucede que McBride Jr. no es la persona más apropiada. El Gobierno cree que los lazos personales que le unen a su padre serán suficientes para que desista, pero McBride no conoce a su padre más allá de la herencia genética que ambos comparten. O por ser más precisos: solo conoce impresiones de él. Conoce su legado. Conoce el impacto descomunal que ha tenido en su vida profesional que ha elegido en una decisión no enteramente suya, porque el hijo de Clifford McBride no podía elegir otra cosa que seguir los pasos de su padre, y ha pagado por ello un precio muy alto. Roy McBride no sabe quién es Roy McBride. Peor aún: solo sabe que es un descendiente de alguien MEJOR. Y le está matando. Día a día. Pero el deber es el deber y nuestro protagonista emprende un viaje que le llevará a atravesar peligros reales y peligros imaginados conforme las diversas etapas y los personajes que conoce van configurando una perspectiva más aproximada de lo que su padre realmente ha sido, y realmente es. Llamad a Ad Astra un anexo de la Odisea (Gray se refiere explícitamente a McBride como una suerte de Telémaco), llamadla una actualización de El Corazón de las Tinieblas. Por mi parte, yo no puedo hacerlo. En el corazón de esta película, tinieblas es lo último que me he encontrado.

Cuando digo “me ha llegado”, lo ha hecho a pesar de que Gray tiende a abordar el viaje interior de su protagonista con demasiada frialdad para mi gusto; la enésima demostración de que muchos autores estadounidenses parecen sentir pánico, PERO PÁNICO, a cualquier cosa que huela a melodrama — y comprensiblemente, porque la fina línea entre pasión sin barreras y telefilm de sobremesa está a la vuelta de la esquina –. Y me ha llegado a pesar de que es una película que creo que no habría sufrido ni lo más mínimo si sus tres grandes escenas de acción se hubieran quedado en la sala de montaje. En el mejor de los casos, solo me parecen conectadas tangencialmente con la historia de McBride y su padre. En el peor, me funcionan de manera completamente aislada y dan la sensación de tratarse de un recurso para mantener el interés, lo que puede ser útil si no os engancha y comenzáis a mirar el reloj a los 20 minutos, algo que entendería bastante bien porque también hay una fina línea entre el distanciamiento y el “MÍRAME CÓMO TRASCIENDO ALGUIEN PUEDE DARME PALMADAS EN LA ESPALDA YO NO PUEDO”. El payaso que vive en mí echa de menos un poquito de humor, que la película no se va a morir por ello, y le fastidia que la amenaza que sacude la Tierra sean “pulsos electroaldldadsahdsbjdasdas” desde la estación espacial donde está Tommy Lee Jones y no pulsos intergalácticos de su mala hostia reconcentrada. Supongo que hay detalles que inclinan la balanza y contextos donde me parece que la seriedad está bastante más justificada. Además, conocí a mi padre un poco así, como McBride al suyo. Es un plus. Qué le voy a hacer. No soy un lienzo en blanco y chistes de pollas.

Ad Astra se mueve con lentitud. Pero se mueve al ritmo de su personaje, de la forma en la que le afectan las nuevas informaciones que recibe sobre el carácter de su padre, el verdadero hilo conductor de la película. La pregunta que se formula Roy McBride es si algún día llegará a liberarse de él. Y se la hace mientras va recorriendo un mundo futuro profundamente desagradable, poblado por astronautas indolentes, atemorizados, en una sociedad donde la conquista del espacio sucede de manera caótica. Las colonias exteriores de La Luna son un territorio sin ley. Marte es una bruma roja, un puesto fronterizo, un garaje. Si hay algo que el padre le ha traspasado al hijo es la sensación de que este mundo no es un buen lugar para vivir. Te hunde. Es deprimente. La banda sonora de Max Richter a veces es reducida a un latido. Las reflexiones de nuestro protagonista son un zumbido que no va a ninguna parte. Y su director se prendería fuego antes de permitir una sola lágrima o un solo grito en su película. Sumando todos estos factores, Ad Astra podría ser un glaciar, hasta que Gray da orden a su director de fotografía, Hoyte van Hoytema, de operar sin restricciones ni mesura para revitalizar la película, para reforzar el estado mental de nuestro protagonista en cada momento y para otorgar a los diferentes planetas su particular impronta. Ello convierte a Ad Astra en una película que crea tensión entre la frialdad de sus personas y del mundo artificial que han creado, y las vibraciones naturales que emite el universo que les rodea. Hemos convertido a Marte en un sótano feo, pero la luz color caoba y completamente irreal que acompaña a McBride mientras pasea atormentado por su interior nos dice que hay un mundo ahí fuera que quiere hablarnos. Gray otorga a Neptuno, el destino final de nuestro protagonista, una personalidad tan marcada que solo le falta cantar. Solo tenemos que escuchar. 

Combinas todos estos elementos y tienes una película rodada que te cagas, con una tensión manifiesta en cada momento, que se revela como una elección absoluta, completa y totalmente deliberada que no puede ser de otra manera y que comienza desde su personaje protagonista, interpretado por Brad Pitt, en el mejor momento de sus 30 años de carrera. La experiencia ha convertido sus defectos en virtudes. En Érase una vez en Hollywood nos mostró el lado más simpático del chulopollismo. En Ad Astra se aparta completamente de la sensación de urgencia que intentaba desprender en World War Z — para mí, Brad Pitt no es un actor natural de acción, diga lo que diga la sensacional pelea de Troya — para abrazar la parsimonia y dejar que cada mínimo gesto nos llegue; su tono de voz más monocorde que nunca, absolutamente perdido. ¿Podría haber interpretado con más energía? Creo que no. No cuando su gran momento de desmoronamiento emocional se nos comunica con la cámara en la otra punta de la nave, en breves planos. Es decisión de Gray y así es como Pitt la entiende y la abraza en una labor de equipo. McBride no resolverá sus problemas hablando consigo mismo. Los resolverá cuando llegue a su destino. Si llega. La transformación está en el viaje. En la forma en que andamos por el camino, conociendo a otros viajeros que perfilan nuestra experiencia del mundo. Ad Astra es una película de cambios externos imperceptibles, pero de sísmicas alteraciones internas. ¿Lo suficiente como para sostener dos horas de metraje? Puede que sí. Puede que no. Pero todo el mundo que participa en esta película está totalmente convencido de ello. Como mínimo, como mínimo absoluto, tengo que concederle eso.

Ad Astra es, en cierto modo, una nueva la carta de presentación de James Gray al gran público. Podría decirse que hay una generación nueva de espectadores desde We Are the Night, su esfuerzo más comercial hasta la fecha, y no es que esa película fuera Dos Policías Rebeldes, precisamente. Es un autor. Lo puede enmascarar como quiera, con el dinero que quiera o con las estrellas que quiera. Explora nuestras inquietudes. Lo que nos hace especiales. Y, como hacía en La Ciudad Perdida de Z, lo hace poniéndonos en primer plano respecto a un mundo, universo en este caso, que va a seguir operando sin nosotros. Malick, por poner como ejemplo a un director en la misma onda, pero en puntos opuestos, intenta que comulguemos con él. Puede ayudarnos. Gray nos dice que nanay. Arregla primero tus movidas y quizás, solo quizás, estemos listos para ello.

 



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