Damaris Del Carmen Hurtado Pérez: Crítica (I): Todos lo saben
Sobre algunos desgarros y algunos saberes
Crítica ✷✷✷✷ de Todos lo saben (Asghar Farhadi, España, 2018).
España, 2018. Título original: Todos lo saben. Director: Asghar Farhadi. Guion: Asghar Farhadi. Productores: Álvaro Longoria, Alexandre Mallet-Guy. Música: Javier Limón. Dirección de Fotografía: José Luis Alcaine. Montaje: Hayedeh Safiyari. Diseño de producción: María Clara Notari. Vestuario: Sonia Grande. Reparto: Penélope Cruz, Javier Bardem, Ricardo Darín, Bárbara Lennie, Inma Cuesta, Eduard Fernández.
«You need a Big God, big enough to hold your love. You need a Big God, big enough to fill you up»
(Florence and the Machine, Big God).
El cine de Farhadi es un prodigio de orfebrería narrativa. Observar sus películas es observar el devenir de pequeños mundos que giran entre la casualidad, el caos y el egoísmo, como si su cámara pudiera retratar la amarga danza de los afectos y las imposibilidades. Su filmografía ha ido desplegándose casi como la variación de un único tema: la catástrofe inesperada y la minuciosa radiografía de sus consecuencias. De ahí que, por lo menos a partir de la extraordinaria A propósito de Elly (Darbareye Elly, 2009) sea razonablemente posible trazar una pauta, un patrón narrativo que se repite sistemáticamente con pequeñas modificaciones formales y en el que cristaliza todo un proyecto cinematográfico: un primer acto más bien banal, dominado por una suerte de antropología aburrida de pasados, tensiones y gestos cotidianos -una mudanza, un grupo de amigos, una boda, una pareja que se divorcia- sobre el que se impone bruscamente la percepción de un desgarro insoportable. Ese cambio inesperado, externo, funciona a la vez como incidente incitador y como punto de giro: el mundo, a través del enigma o del sufrimiento, se ha vuelto inhabitable para los protagonistas y la acción fílmica se condensa en un puñado de días. Son esos momentos de angustia, de extraña sensación de pérdida y fracaso, en los que Farhadi despliega el verdadero poder de su escritura. Huelga decir que el desenlace, con sus inevitables finales más o menos abiertos, siempre queda suspendido precisamente por esa estructura arrasadora de la tragedia inesperada y su exigencia de (im)posible reconstrucción. El subgénero que imposta practicar –el melodrama, el thriller, el cine legal- acaba siempre suspendido ante la imposibilidad de la clausura: el relato debe quedar abierto, incluso a riesgo de que –como ocurre en la aparentemente anodina Beautiful city (Shah-re ziba, 2004)-, esa inseguridad definitiva que abrasa la cinta se experimente como una suerte de peso muerto sobre todo el diseño estructural. Dicho con mayor sencillez: la decisión de Farhadi de congelar la respuesta no es un problema de indefinición narrativa. Es una consecuencia coherente de su visión dramática y desgarrada del mundo.
En esta dirección, y sin que se entienda como un demérito de la cinta, Todos lo saben (2018) no deja de ser una repetición más en el particular esquema del director. El hecho de trocar Teherán por un pueblo de la meseta es un gesto más bien intrascendente, casi destinado a hacer saltas los inevitables nacionalismos del terruño de turno que se quejan/no se quejan de haber salido más guapos/feos en la foto. Pero mirar la cinta desde ahí es un gesto de una idiocia tan profunda como, pongamos por caso, juzgarla por el diseño del cartel o por su uso de las palabras esdrújulas. Antes bien, lo que realmente interesa es, por ejemplo, la hermosísima luz desplegada por José Luis Alcaine en la que quizá sea la fotografía más expresiva y dramática de la que se ha valido Farhadi desde su ópera prima, Dancing in the dust (Raghs dar ghobar, 2003). En cierto sentido, el director había perdido algo de esa luz rojiza extraordinaria que retrató Hassan Karimi en su ópera prima, algo del deleite ante los atardeceres, las tormentas, la huella de esa anatomía desértica iraní. Lo que Alcaine ha rodado es una suerte de Irán manchego, o de Mancha iraní en el que la cámara se despliega por los campanarios, las albercas, los viñedos y los tejados ensimismados de la meseta.
«La película está contada, las imágenes se han impuesto. Las conciencias, muy al contrario, no podrán tranquilizarse con tanta facilidad como muchos querrían. Y ahí, en ese punto ciego de pura incomodidad, es precisamente donde Farhadi es un guionista absolutamente imbatible».
Importa, sin duda, esa luz fabulosa que baña los campos y opaca los amaneceres, que desvela las buhardillas o las sombras de los coches en la carretera. Importa, también, el profundo trabajo que aflora en cada uno de los intérpretes, el delicado proceso de construcción de los personajes lleno de matices, imperfecciones, profundidades y posibles lecturas. Si España no tuviera su habitual lógica cainita quizá se dejaría impresionar por el torrente trágico desplegado por Penélope Cruz en el que quizá sea su mejor papel en años: una sombra, un sollozo, una ceguera, una en-carnación del dolor inmisericorde. O por ese Eduard Fernández al que se le intuye hasta el olor por la impresionante dirección de vestuario y la peluquería, esos personajes dominados por odios atávicos, por deudas telúricas, por secretos y por corrillos, esos personajes definidos meticulosamente en sus chistes y sus silencios, retratados siempre a una distancia respetuosa y con encuadres llenos de detalles, primorosamente medidos y designados. A veces basta un cierto gesto estático rodado con un gran angular para mostrar todo el abandono, toda la soledad, toda la lejanía. Es estrictamente en esa delicadeza visual e interpretativa en la que se oye crecer silenciosamente el susurro de la trama, sus callejones sin salida, sus amorosos conflictos.
Ahora bien, hay también un gesto paradójico que puede emborronar el visionado de la cinta. En Todos lo saben, paradójicamente, lo que menos importa es lo que se sabe o lo que se deja de saber. Aquí Farhadi sí que impone una cierta modificación sobre su cine anterior ante la que merece la pena detenerse. Su cine descubrió a partir de Fireworks Wednesday (Chaharshanbe-soori, 2006) el interés de la basculación del punto de vista como elemento constitutivo de las historias. Era una cuestión de miradas y de saberes: allí era una asistente doméstica la que llegaba a la casa de unos altoburgueses, aquí una troupe de exiliados de postín los que retornan al viejo pueblo. Se sabe, en fin, porque se habita, y la mirada de un tercero siempre tiene ese gesto desvelador, incómodo, de poner a la luz lo que únicamente forma parte de la intimidad. Las infidelidades, las charlas en el bar junto a la tragaperras, las comadres, los desprecios, las vecinas. Hay un momento de montaje fabuloso en Todos lo saben en el que Hayedeh Safiyari introduce varios planos detalle de los gestos de desprecio e incredulidad de los lugareños ante el postín forzado y los oropeles roñosos de la boda. Se sale de la iglesia y, lejos de Dios, los rostros de los habitantes del pueblo hablan. Y hablan, en efecto, porque algo saben, como bien reza el título de la película. Lo que saben, por lo demás, no importará gran cosa al espectador más allá de ayudarle a configurar esa siempre movediza frontera entre el bien el mal, la culpa y la responsabilidad, sobre la que Farhadi se desliza en cada una de sus cintas. La resolución de la trama será tan intrascendente como esa especie de fundido en blanco que clausura un trayecto al que parece que se le hurtan los ingredientes fundamentales. Pero no es más que un espejismo: la película está contada, las imágenes se han impuesto. Las conciencias, muy al contrario, no podrán tranquilizarse con tanta facilidad como muchos querrían. Y ahí, en ese punto ciego de pura incomodidad, es precisamente donde Farhadi es un guionista absolutamente imbatible. No hay dios –como rezaba la cita de Florence and the Machine con la que abríamos el texto- lo suficientemente grande como para llenar y completar las fisuras del relato. | ✷✷✷✷✷ |
Aaron Rodríguez Serrano
© Revista EAM / Madrid
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