Damaris Del Carmen Hurtado Pérez: Predator
Había ganas y había ilusión. Volver a una saga mítica como la de Depredador de la mano de uno de los guionistas más afilados de Hollywood, Shane Black, para colmo actor en la película original, era algo que pintaba muy bien. La combinación perfecta de ingredientes y un Black, hoy muy prestigiado gracias a sus geniales buddy movies detectivescas, que se reunía con Fred Dekker 30 años después de escribir juntos Una pandilla alucinante. Pero algo se torció en el proceso, porque las intenciones de esta Predator quedan bien claras en su estupenda primera mitad.
Predator, tal como ha contado Black en alguna entrevista (por ejemplo, en Dirigido por), era una oportunidad de regresar a los orígenes, a un cine de acción palpable, alejado en la medida de lo posible de lo digital, violento y divertido. También era la oportunidad de indagar un poco más en la mitología de los depredadores, que debían parecer tan grandes como rápidos, y plantear algunas ideas interesantes, como la del grupo de inadaptados que se convierte en el arma perfecta cuando la situación lo obliga y, sobre todo, la de hablar de ciertas patologías en una clave inversa, más como un rasgo evolutivo que como una disfunción.
Los primeros dos tercios de la película exploran todos estos elementos con mucha fluidez. Nos cuenta, en paralelo, la historia de Quinn McKenna, un francotirador de élite que sobrevive a un encuentro con un depredador y acaba convertido en prófugo, y su hijo Rory McKenna, un chavalín con Asperger que activará, sin saber las consecuencias, parte de la armadura del depredador con el que se las vio su padre. Durante toda esa parte y hasta que se produce el reencuentro familiar, la película da mucha cancha a los personajes, con el habitual humor de Black, y lleva a buen término esa premisa de inicial de ofrecer un espectáculo palpable y clásico, materializado en dos escenas estupendas que tienen lugar en una instalación científica de primer nivel y en la noche de Halloween de un barrio residencial.
Un buen tramo en el que, sin ser el mejor trabajo de Black, que se maneja mejor en otros territorios, no decepciona en absoluto y tiene puntuales momentos de genial comedia coral (esa especie de escena de Blancanieves y los siete enanitos que se da en la habitación de un motel). Pero cuando ambas tramas se unen del todo y ponen la directa hacia al tramo final, la película pega un increíble vuelco a lo convencional y todas las virtudes previas desaparecen casi por completo.
De pronto, los personajes pasan a un lugar secundario para centrarnos en lo que parecía una excusa, el cacareado superdepredador, el inútil alerón con llamas que pones a un coche barato. Un clímax lleno de una acción confusa que transcurre en los escenarios más desangelados de toda la película con diferencia. Un oscuro bosque nocturno (en el que juraría que hasta muere un personaje que reaparece poco después) y un claro de esa misma zona boscosa, con un riachuelo, que sirven para sentenciar a toda prisa el que debía ser el gran enfrentamiento de la película.
Todo ese tramo final apunta a ser el pegote apresurado que han hecho en la película para “remediar problemas” detectados en los tests con público. Unos reshoots con los que Black no parece nada cómodo o, al menos, nada entusiasmado. Y todo ello rematado con un epílogo que intenta ser explicativo, épico y cómico a la vez, sin funcionar bien en ninguna de esas tres cosas. Un “total, qué más da” muy vergonzante que deja la puerta abierta a una idea que, personalmente, no me apetece ver en absoluto.
La película, en conjunto, no es tan mala como muchos la han pintado, pero es tan descarada la cuesta abajo final y tan churrero su desenlace, que es muy comprensible el amargo regusto que ha dejado en muchos espectadores y críticos. Es la clase de filme que pone en evidencia la tan arraigada tradición de testear películas con público antes de su estreno y rehacerlas en base a su respuesta. ¿Qué sorpresa o qué novedad va a ofrecer nadie si al final tiene que pasar por el aro de la opinión mayoritaria? ¿Tiene sentido montar un restaurante vistoso si al final el miedo te hace ofrecer a todo el mundo macarrones con tomate?
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