Damaris Del Carmen Hurtado Pérez: La balada de Buster Scruggs

La balada de Buster Scruggs es una antología formada por seis historias del oeste, de diferente duración, estructuradas desde lo anecdótico hasta lo completamente construido, la última de las cuales remacha el tema que sirve de columna vertebral a casi todas ellas: la muerte que representa. Merecida o inmerecida, predestinada o sorprendente, temporal o definitiva, puente hacia un mundo mejor o hacia la nada absoluta. El de Buster Scruggs no es un universo consistente; se mueve entre lo cotidiano y lo sobrenatural, y los hermanos Coen se desenvuelven con comodidad en cualquier punto del espectro, en lo que funciona como un recorrido por los cambios de humor que ha atravesado su filmografía, examinados desde la cruel perspectiva que les otorgó la película más importante que han realizado en la última década, No es país para viejos, la que terminó por recoger sus millones de ideas y verterlas sobre una premisa: vas a hacer muchas cosas en la vida, vas a ser como eres, y luego vas a morir.

El caso es que el oeste de los Coen no es un mal lugar para hacerlo, como me cuenta una de mis historias favoritas, All Gold Canyon, adaptada directamente del relato homónimo del gran Jack London, y protagonizada por un majestuoso Tom Waits en el papel de un vivaracho prospector de oro en busca de un filón esperando a ser encontrado en el centro de un paradisíaco valle. A veces es una chica bonita que ves antes de morir en la horca. A veces es la tenue luz de un burdel, y a veces es una interminable pradera. Bruno Delbonnel, en su segunda colaboración con los Coen como director de fotografía, capta algunas estas instantáneas con la cámara fija más fija de la historia de la Humanidad hasta convertirlas en estampas indelebles de ríos, bosques, desiertos y montañas, conformando un mapa tan variopinto como las historias que relata, y separando a personajes de escenarios que rara vez se comunican entre sí. Y, siguiendo este mismo carácter diverso, a veces la música de Carter Burwell recarga de lirismo esas imágenes y, en otras, es una imagen de un lugar. El lugar donde mueres. Y sigue ahí, sin ti.

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Como véis: muerte. Y bastante chunga. Antes había dicho que los Coen la abordan de mil maneras pero a nivel puramente instintivo sospecho que realmente ya no tienen mucho interés en tratarla con ligereza. Me apoyo en detalles como que la historia que da título a la película, la más divertida con diferencia, es la primera, y ni siquiera el despliegue de alegría que realiza su trovador protagonista (Tim Blake Nelson) soslaya el mensaje final: siempre te llega la hora de viajar “al lugar del que hablan todas las canciones”, dice una de sus baladas. No pasan muchos minutos hasta que, en Meal Ticket, nos encontramos a otro intérprete (Harry Melling, irreconocible desde su etapa como Dudley Dursley en la franquicia de Harry Potter), sin brazos ni piernas, recitando el Ozymandias de Shelley y pasajes apocalípticos de la Biblia, un artista paralizado en un mundo donde el arte tiene nulo valor. Simples y humanas debilidades en la personalidad, un ataque de pánico, pueden tener consecuencias catastróficas, como demuestra La chica que se asustó, que protagoniza Zoe Kazan (en otro rol digno de destacar entre el inacabable reparto, y en el papel más matizado de todos).

Es una horrible forma de ver las cosas y desearías que los Coen no fueran tan condenadamente buenos escribiendo sobre ellas — nunca deja de asombrarme el contraste entre el lenguaje chispeante de los diálogos y la aridez y antipatía generalizadas que desprenden los relatos –. The Mortal Remains (donde Delbonnel se marca una transición entre atardecer y noche que da gloria verla, y os pongo el ejemplo abajo) termina de dar forma al mensaje en la figura del misterioso pasajero de un todavía más misterioso carruaje que transporta a un grupo de personas que no tienen, a priori, ninguna relación entre sí. “Nunca me canso de verles negociar su pasaje al otro lado, intentando darle un sentido. A todo.” “¿Y lo consiguen?”, le preguntan. “No lo sé”, replica. “Solo me limito a mirar”.

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Un apunte para terminar. La balada de Buster Scruggs se presenta como un largometraje de 130 minutos. Me costó verlo de un tirón. Acabé con la sensación de que habría sido mejor ver las historias por separado. Invitan al reposo por las diferentes formas que adquieren y requieren de mí cierta adaptación a los lenguajes que emplean. Adaptación que tengo que hacer a velocidad de vértigo porque apenas termina una cuando treinta segundos después comienza la siguiente — la transición es la misma: un libro y una mano que pasa sus páginas –. Cabe decir no obstante que los Coen la concibieron así (recordamos que llega a Netflix sin alteraciones de ningún tipo, planeada desde sus inicios como un conjunto de historias y presentada así a Annapurna Pictures) y, nada, Palabra de Dios se queda. Pero en esta ocasión confieso que me ha sentado bien darle al pause y dejar la cosa rumiar: La balada de Buster Scruggs es un placer más en una filmografía extraordinaria, tan rico en su propuesta que estoy convencido de que al menos una de sus seis historias será de vuestro agrado, y uno que vale la pena dilatar, en contra del deseo de sus autores, y un mal rayo me parta por ignorarlo.

 



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