Damaris Del Carmen Hurtado Pérez: Crítica | Vitalina Varela

Cuando una mujer baja la escalera

Crítica ★★★★★ de «Vitalina Varela», de Pedro Costa.

Portugal, 2019. Presentación: Festival de Locarno 2019. Dirección: Pedro Costa. Guion: Pedro Costa, Vitalina Varela. Productora: OPTEC Sociedade Óptica Técnica. Fotografía: Leonardo Simões. Montaje: João Dias, Vítor Carvalho. Sonido: João Gazua, Hugo Leitão. Producción: Abel Ribeiro Chaves. Reparto: Vitalina Varela, Ventura, Manuel Tavares Almeida, Francisco Brito, Imídio Monteiro, Marina Alves Domingues. Duración: 124 minutos.

Hay imágenes que a uno le definen como cinéfilo. Imágenes que, a saber por qué filias o fijaciones, se quedan grabadas en la memoria, listas para resonar cuando otra imagen cautivadora crea una nueva rima. Ese ha sido mi caso con Vitalina Varela, la nueva cinta de Pedro Costa, y Cuando una mujer sube la escalera (1960), una de las obras maestras de Mikio Naruse. Empezar creando un montaje entre planos que solo existe en mi cabeza parece un comienzo demasiado específico, demasiado tangencial, para abordar el monumento cinematográfico que ha erigido Costa. Pero es, ahora mismo, la única manera posible de escribir sobre una película que a uno le rebasa con el trabajo minucioso y la fuerza poética que se desprende de cada plano y cada corte. Quizá, en futuros revisionados, el encantamiento pueda dar paso a un análisis más concienzudo. De momento, quede esta primera aproximación. Una imagen de Mikio Naruse, decía. La encontramos varias veces a lo largo del metraje de Cuando una mujer sube la escalera, pero aparece en toda su grandiosidad en la escena final. Se trata de la imagen que da nombre al filme: la protagonista encarnada por Hideko Takamine sube, en efecto, una escalera. Primero en un plano entero donde la vemos acometer trabajosamente la ascensión, limitada por la estrechez de las faldas del quimono. Luego, en un plano detalle de sus pies, envueltos en los calcetines tabi sobre las sandalias que golpean en silencio las telas mullidas de los peldaños. Este es su rito de paso diario a un mundo (los night clubs tokiotas) que el personaje desprecia, pero en el que tiene que sobrevivir. El momento en el que se disfraza de mamasan sonriente y zalamera. Pero, más importante que el disfraz, es la dignidad con la que Takamine lo porta. En el plano detalle de sus pies que se elevan escalón por escalón, torpes pero firmes, hay una reverencia indescriptible a la resistencia del personaje. A su capacidad de, literalmente, abrirse paso. Sin perder pese a las adversidades ni un ápice de —lo que el propio personaje considera— su pundonor.

Pues bien, la primera vez que Vitalina Varela aparece en pantalla, la imagen de Naruse reaparece, aunque al revés en muchos sentidos. Vemos un plano detalle de los pies descalzos y húmedos —que no revestidos— de la protagonista, que baja —que no sube— las duras —que no mullidas— escaleras metálicas de la rampa de salida de un avión. La imagen, además, no aparece al final sino al principio, antes siquiera de verle el rostro a la protagonista. Pero la rima entre ambas no se activa por el juego de opuestos, sino por la reverencia que comparten hacia sus protagonistas. Vitalina, como Hideko Takamine, expresa una dignidad infinita solo en su manera de pisar los peldaños. Describir la imagen y el eco que activa en mí es un intento de poner palabras al hechizo inexplicable que supuso el verla, al escalofrío que a uno le recorre cuando se encuentra ante la épica. Quizá habría que atender también a la envoltura de este plano detalle, a cómo Costa dispone en esta apertura del filme una serie de estampas silenciosas y en claroscuro de los interiores y los callejones de Fontainhas, la comunidad lisboeta en (y con) la que ha rodado la mayor parte de su obra. De modo que cuando la cámara corta al espacio del aeropuerto, el plano de las alas estáticas del avión sobre el cielo negro y el ruido ensordecedor de las turbinas nos dispone sensorialmente, por su contraste y su apertura a un nuevo espacio, para la grandeza de esos pies que descienden.

Vitalina Varela, Pedro Costa.
Ganadora de los máximos galardones de los festivales de Locarno y Gijón.

«Además de Naruse o de Dreyer, Vitalina Varela pide a gritos hablar de John Ford. Porque también estamos ante la obra de Costa más atenta a la epicidad de los elementos naturales característica del maestro».


La cuestión está en que este plano, como podría hacerlo cualquier otro, ilustra una palabra que a Costa le gusta mucho emplear para referirse a su cine: el trabajo. El trabajo fruto del contacto prolongado y diario con los habitantes de Fontainhas y, en este caso, con Vitalina. Un trabajo que no se pregunta cómo documentar sus vidas en la marginalidad, sino cómo construir sobre su presencia unas imágenes que afirmen la dignidad que su condición de parias sociales parece negarles. Cómo construir, por tanto, una ficción pura que no deja de ser una afirmación rotunda de su realidad. El trabajo, entonces, está en buscar en cada encuadre la iluminación y la perspectiva más justa, y en cada corte el nuevo golpe de vista más revelador sobre sus cuerpos y rostros. De ahí la tendencia de Costa al leve contrapicado, respetuoso pero no enfático. O al empleo del claroscuro que pone en penumbra los espacios circundantes mientras que concentra la luz en sus cuerpos y sus miradas, de manera tenue pero solemne. Con estos dos adjetivos, por cierto, describe en una escena el personaje de Ventura —aquí convertido en párroco— la luz que irradia el rostro de Cristo. Porque de eso se trata, al fin y al cabo. De que Costa filma a sus personajes, más que nunca, con la misma reverencia que inspiran los santos en la pintura religiosa; con las mismas cualidades artísticas que los convierten, más que en receptores de luz, en presencias que la irradian. No en vano, por puro contagio de la devoción de Vitalina, esta también es la película más cristiana de Costa, la más atenta al diálogo espiritual que permite establecer el duelo de su protagonista recién enviudada. Costa convierte sus interiores, como la casucha de Fontainhas donde habitaba su marido o la iglesia de Ventura, en espacios de una densidad metafísica digna de Dreyer. Solo que su depuración de la escenografía, aunque muy similar a la del cineasta danés, parte de los objetos definitorios de la comunidad de Fontainhas. Las latas de atún y garbanzos que forman una suerte de altar en la casa, las modestas sillas de plástico en la iglesia. O, sobre todo, un plano detalle recurrente que muestra la cruz envuelta en un paño blanco que Vitalina ha dedicado a su marido: cada pliegue esmerado de la tela, tal y como lo filma Costa, se convierte en una expresión visceral de amor de la protagonista, del cariño mezclado con rabia que le sigue profesando al fallecido pese a su abandono.

Además de Naruse o de Dreyer, Vitalina Varela pide a gritos hablar de John Ford. Porque también estamos ante la obra de Costa más atenta a la epicidad de los elementos naturales característica del maestro. Hay unas cuantas imágenes que se pueden contemplar como guiños icónicos a Ford: la silueta oscura de la protagonista, filmada desde el interior, bajo el quicio de una puerta, tal y como aparecía Ethan Edwards en Centauros del desierto (1956); o el plano de Vitalina ante la tumba de su marido que trae los ecos del capitán Brittles en la escena del cementerio de La legión invencible (1949); o aquel en el replica la majestuosidad de Ma Joad colocándose unos pendientes ante el espejo en Las uvas de la ira (1940). Pero, más que de eso, se trata de cómo Costa conjura la presencia de la luz solar, el viento o la lluvia de modo que, cuando aparecen por primera vez en una escena, parezca que estemos descubriendo algo nuevo. El cineasta filma la casa de Vitalina con la misma convicción que el personaje tiene de que su construcción es una expresión identitaria, una parte de sí misma y su marido que ha quedado fijada en los ladrillos y el cemento puestos con sus manos, cargados sobre su espalda. Una idea igualmente fordiana que alcanza sus dimensiones épicas cuando vemos el plano de la protagonista en lo alto de esta casa, retejándola sobre la oscuridad y el viento. Las palabras no alcanzan a expresar la grandeza de este plano, pero sí a señalar los conceptos —el trabajo, la tenacidad, la resistencia— que le confieren esta grandeza a la figura de Vitalina ante los elementos desatados. De modo que la escala del plano general no sea nada sin la escala emocional del que lo dota Costa. Se trata, en fin, de que unos pies desnudos sobre el metal y una silueta oscura sobre el cielo tormentoso expresen la misma dignidad irreductible | ★★★★★

Publicada originalmente el 9 de diciembre de 2019.


Miguel Muñoz Garnica |
© Revista EAM / #57FICX




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