Damaris Del Carmen Hurtado Pérez: El sol tras la puerta: El cine de Pedro Costa
El sol tras la puerta
distribuidora responsable del estreno de Vitalina Varela en España.
La película puede verse en cines desde el 16 de octubre.
Texto creado por Rafael Guilhem (Ciudad de México).
I. Puerta
Una puerta se abre. Entra una mujer, o para ser más precisos, su silueta. Carga con una maleta que deposita sobre el suelo. Tras algunos segundos de quietud, como quien intenta averiguar a dónde ha llegado, baja los escalones, se repone y avanza en el espacio atigrado por las franjas que iluminan los muros. Enseguida, se abre una segunda puerta con un calendario tornasolado y aparece de nuevo la mujer. Cuando intenta cruzar se golpea la cabeza con el marco. Rápidamente expresa resignación de estar en un espacio que no es el suyo, entre cuatro paredes que guardan todavía algunos secretos de alguien más. De la oscuridad amanece el rostro de la mujer con un brillo que le pega llanamente. El dolor en su frente desenfunda una amargura profunda y funesta que parece venir de mucho tiempo atrás. Finalmente atraviesa una tercera puerta hacia una habitación con un espejo y una ventana sepultada por una placa de ladrillos. Del otro lado un escaparate que alumbra con un rayo desde la calle y apenas desvela algunos aspectos del apartamento sin lámparas, velas ni focos. Saca de su vestimenta una bolsa de plástico que coloca sobre un banco y, con la desolación de un forastero que no encuentra bienvenida, deja caer su cuerpo.
Se trata de Vitalina. Pedro Costa ha dicho de ella que es —junto con Ventura, otro de sus intérpretes predilectos— la última actriz de estudio en la tradición de Joan Crawford, Teresa Wright o Setsuko Hara. Sus gestos pétreos, inmóviles pero insinuados en su mirada cristalina, la dureza mineral de sus pómulos, la voz pulverizada y las leyes propias de su presencia, son todos signos de una personalidad que sólo necesita tener el pensamiento en el lugar adecuado para dar sentido a la emoción. En la obra de Costa, donde sería difícil identificar un solo plano sin personas, el factor humano no es tal sin los objetos y los espacios que le acompañan. En la acción descrita anteriormente, Vitalina atraviesa tres puertas, y no hay que tener miedo de decir que las puertas son el fraseo del cine de Costa: abiertas, entreabiertas, selladas, demolidas, inexistentes, ornamentadas, llenas de astillas, son invariablemente un umbral que supone una manera de mirar u ocultar. En una bella conferencia que dictó el director portugués en Japón, a inicios del siglo XXI, habló de lo que significa cerrar una puerta al espectador, indicarle que no puede seguir adelante y, en último término, impedir la identificación para que, al no encontrarse reflejado, sea capaz de observar verdaderamente lo que está en la película. De modo que la puerta en el cine puede ser decisiva. Lo fue en algunos pasajes de John Ford o Chaplin, que las han filmado de forma única, un relevo que prevalece en Costa. Y si hablar de puertas para estos tres cineastas tiene sentido, es porque siempre están ligadas al sentido telúrico y físico: a ser atravesadas, auscultadas, golpeadas, construidas… una puerta testifica los desplazamientos.
Juventud en marcha (2006), La casa de Lava (1994).
II. Desplazamientos
En conjunto, la obra de Costa puede ser entendida como una gramática de las puertas, con un ritmo que determina la errancia y las relaciones de sus personajes. La utilidad de las puertas es una cuestión de grados, pues no siempre se respeta su valor de uso habitual: en Huesos (Ossos, 1997) y En el cuarto de Vanda (No quarto da Vanda, 2000) el barrio de Fontainhas no distingue con claridad los interiores de los exteriores, anudando los pasillos con los rectángulos de entrada y salida. Pero no es el único caso de objetos «fuera de sitio». Ventura en Juventud en marcha (Juventude em marcha, 2006) se sienta a esperar en un sillón acondicionado en la parte exterior de una vivienda. Y al inicio de la misma película hay un caso todavía más radical: los muebles son arrojados por una ventana hacia la calle, transformando su utilidad en pleno vuelo. En Costa todo se moviliza: ¿no son los migrantes caboverdianos uno de los centros de gravedad de su obra?, ¿no hay hombres y mujeres vagando, a veces perdidos, a veces buscando? ¿No es Inês de Medeiros una aventurera en Casa de Lava (1994)? ¿No demuestran los encuadres de sus películas habitualmente una inclinación? ¿No se sitúan los escenarios en terrenos inestables e irregulares? ¿No son todos estos aspectos característicos de la época global?
Sería una ingenuidad hablar a estas alturas de las bondades del tránsito transnacional. Estamos en el viaje de la desposesión, del deambular que viene con la desigualdad donde unas personas se enriquecen sobre la pobreza de otras. Estos otros habitan las películas de Costa. El tema de su obra es de cierta manera el de la familia separada mientras sus integrantes buscan recomponer un sentido de comunidad, a veces quedando en un limbo, o andando para velar a sus difuntos o perseguidos por el pasado. Es un gran continente, una genealogía de rupturas donde caben los muertos, sus fantasmas y quienes están por nacer, donde grupos enteros son reubicados después de que sus barrios son demolidos, y donde todo se suspende en el filo del ocaso. ¿Tiene el cine otro fin que registrar lo que está por desaparecer? Se ha nombrado equivocadamente a los personajes de estas películas como zombis, muertos vivientes u otras cosas que nacen de teorías inútiles. Lo que hay es una profundidad humana, una espera, una desesperación en el ir y venir y en la pérdida de sentido. Esto no puede ser resuelto con lo etéreo, Costa ha sabido atarlo en una dimensión concreta y espacial. No es de extrañar que, desmarcando todo de la esfera a la que pertenece, se empiece a ver realmente, a sentir que nos han cerrado la puerta en la cara como en el final de Huesos.
¿Cómo se ha comportado Costa frente a esta perpetua traslación? No hay una respuesta única, pero no queda duda de que su cámara —como la de Ozu— se ha ido moviendo cada vez menos de película en película. Y la razón no es otra que ser capaz de percibir la exactitud del movimiento. Las películas contemporáneas reflejan un frenesí por ir y venir, acompañar a los personajes a todos lados, histéricamente, angustiosamente, con una fluidez que nos hace pasar de una cosa a otra completamente distinta en segundos sin que eso tenga un sentido de peso. Cuando vemos en cambio un plano duradero de Vanda —otra de las presencias particulares en el cine del lusitano— en su habitación drogándose, platicando y tosiendo, mientras el barrio que habita está siendo demolido; o a unos chicos que limpian su casa y dan escrupulosamente un sitio a sus pocos utensilios, sabiendo que serán reubicados inminentemente, estamos frente a una película de suspenso, de tensión, de pérdida, de hábitos, de sentido humano. La cámara insiste en la quietud, no se deja embriagar por la posibilidad de partir, de caminar, que sería en pocas palabras la evasión del movimiento. Se detiene para mirar las cosas que se van y que llegan, que no permanecen (Pedro Costa: «El movimiento está en la realidad, no en la cámara»). Es una forma única de concebir la realidad: la misma importancia tiene registrar un ramo de flores, una botella, un mirlo, un avión o un rostro en un pleno acompañamiento del mundo.
Vitalina Varela (2019).
III: Un pleno acompañamiento del mundo
Es posible categorizar la obra de Pedro Costa en tres fases. La inicial, quizá la más asimilable (aunque no por ello menor), se abre con La sangre (O sangue, 1989), tiene un impulso importante en Casa de Lava y llega hasta Huesos. Un segundo periodo, caracterizado por un cambio de proceso, partiría con En la casa de Vanda y tendría su transición en Juventud en Marcha, que sitúa el comienzo de la tercera etapa. Esta continúa aún hoy con Vitalina Varela (2019), rubricada por un «más allá» del realismo. Ne change rien es de 2009 pero bien se puede asimilar al segundo periodo. La sangre, su ópera prima, es una película de sustancia, en virtud química, donde la imagen en blanco y negro, muy deudora de La noche del cazador (The Night of the Hunter, 1955) de Charles Laughton, arrastra encuadres abigarrados habitados por un sincretismo entre la abstracción y el realismo que estarán presentes en otros momentos de las películas de Costa. Ya ahí aparece un primer personaje «desplazado»: un hombre muerto cuyo hijo —con ayuda de una joven— intenta enterrar clandestinamente por la noche. Este incómodo traslado está develado desde una propuesta particular. La sobrevida de la película ocurre en sus empalmes donde se juega la transformación de sus personajes (alejada de la vista de los espectadores), haciendo aún más alucinante el vaivén de los rostros desesperanzados. Algo ocurre en ese intervalo, pues cuando inicia un plano es porque la acción ya ha terminado. Otro factor categórico es la orfandad que deja a los hijos enfrentados a un panorama avasallador.
Mientras La sangre transcurre en Portugal, Casa de Lava supone —por invitación del productor Paulo Branco— el primer encuentro de Costa con algunos de sus futuros personajes. Fue filmada en celuloide y con una producción relativamente grande en Cabo Verde. Ésta ha sido la única vez que Costa se entrega, como su admirado Ford, a grandes paisajes exteriores de volcanes terrosos, áridos y secos. La historia comienza cuando Leão, un migrante sin documentos oficiales que trabaja en la construcción en Lisboa, cae de un andamio y entra en coma. Las autoridades aprovechan su estado para enviarlo de vuelta a su natal Cabo Verde. Con él viaja Mariana, una enfermera que parece buscar una motivación para su propia vida, y que permanecerá oscilando entre los lugares y las personas. La idea de un hombre, esta vez en coma, que es trasladado —como el padre muerto en La sangre— se repite. Leão aparecerá de pronto en una ciénaga, sin una familia que lo reciba o un pasado fácil de asir. Los planos inclinados, que se ordenan según el paisaje montañoso, ponen en entredicho la planicie y la línea recta, tanto espacialmente como narrativamente y compositivamente. No es menor por otro lado que el relato adquiera tintes que posicionen al colectivo de manera fuerte. Sería posible, desde este punto, esgrimir los vínculos sociales considerando sus apariciones, desapariciones, filiaciones, encuentros y separaciones que, en el conjunto de la obra que nos ocupa, se distribuyen como una gran comunidad improvisada, donde participan los que ya no están, las personas muertas o aquellas desarraigadas en un plano de lejanía. Quedan dos cosas por decir: una, la falta de claridad sobre la ocupación laboral de los pobladores (hay una tendencia a los cuerpos recostados horizontalmente), algunos esperando para migrar a Portugal, otros simplemente esperando no se sabe qué. La propia Mariana tiene su destino en entredicho. Tal vez la única certeza es el cuerpo de médicos que da servicio en la pequeña clínica. Dos, y esto es un vínculo aventurado, más por inventiva que por evidencia, es muy estimulante relacionar la atmósfera de ésta y otras películas de Costa con dos novelas mexicanas: Pedro Páramo, de Juan Rulfo, que tiene la misma suerte de filiación fantasmagórica; y Los recuerdos del porvenir (el título es casi una síntesis perfecta del trabajo de Costa), de Elena Garro, donde es Ixtepec —el territorio— el que toma la voz para narrar la vida desolada de sus pobladores, y que bien puede abrirnos a pensar en los espacios como aquellos que guían el relato en las películas de Costa.
Del mismo periodo también, Huesos tiene lugar en Fontainhas, un barrio de la periferia lisboeta donde se identifican algunos migrantes caboverdianos de la película anterior. Se sitúa en esta primera etapa porque se mantiene como una producción cinematográfica por derecho propio, con un equipo conformado de un número amplio de personas y un presupuesto bondadoso, que supuso una extraña intrusión en la vida de los habitantes del distrito. Fue una obra ampliamente reconocida por diferentes festivales cinematográficos alrededor del mundo, un éxito que hizo dudar a Costa de los pasos a seguir para no caer en la conformidad y, sobre todo, le hizo replantear su sistema de trabajo en términos éticos, prácticos y estéticos. Esta vez el personaje cargado en brazos no es un muerto ni un hombre en coma sino un bebé que su padre —muy joven— trata de mantener con vida vagando por la capital portuguesa en busca de ayuda médica, alimento y poco más. Hay un acento en la espacialidad que se comporta cual pasadizo perpetuo, con planos extendidos hasta la incertidumbre de sentir que algo va a irrumpir inesperadamente, donde las rejas y las puertas con cristales nos dejan ver lo que está del otro lado jerárquicamente distanciado, oculto a plena luz del día.
Balibar & Morel & Costa.
IV. Oculto a plena luz del día
El segundo momento está signado por una serie de cambios fundamentales: Costa decidió abandonar los equipos mastodónticos de producción y permanecer en Fontainhas por periodos prolongados (entre un año y dos asistiendo todos los días), solo —a veces con algún otro colaborador—, filmando el cambio que secretamente sucede en el barrio desmantelado progresivamente para reubicar a sus habitantes. Para esto se armó de una pequeña cámara digital que le dio la posibilidad de hacer visible el tiempo. Igualmente de entender el cine como un trabajo de paciencia (antes que una forma artística) y de intimidad. Como hemos insistido, la ligereza de su aparato técnico le profiere un método soportado en la inmovilidad y observación: interiores sin horizonte, agrupación de elementos, bordes difusos entre el espacio y el cuerpo humano. Jamás confunde, como es frecuente, la tecnología con el cine. En cambio retoma las funciones menos capitalizables de las herramientas digitales y aprende a mirar en la perseverancia. En las puertas, por retomar esta reflexión, la iconicidad de los momentos de Ford es aquí la naturalidad de la vida ordinaria. Todo el tiempo se escuchan los murmullos de la calle y las otras casas, ensambladas por frágiles paredes que dividen irregularmente un compartimento de otro, el secreto de unos del secreto de los otros. Es como si en el espacio corrieran los tiempos superpuestos, acaso una primera aproximación a lo fantasmal. El contrapunto y trasfondo de la película es la demolición: la vida continúa hasta que las máquinas —y el mercado inmobiliario— lo decidan. Es verdad que las ciudades están cambiando incesantemente la espacialidad desde que los metros cuadrados se convirtieron en un lujo, con la desposesión como estrategia rectora, pero pocas veces hemos visto con tanto detalle este instante de transformación en el núcleo humano, en el sentido plástico y sensible. Costa filma lo que se desvanece, pero con ello filma también su resistencia, siempre hay algo que resiste. Nos enseña a ver las líneas en la mano, la permanencia dentro de la mudanza, las marcas en el tiempo.
En 2001 Costa fue comisionado para hacer un documental sobre Danièle Huillet y Jean-Marie Straub que tituló dulcemente ¿Dónde yace tu sonrisa escondida? (Où gît votre ton sourire enfoui?). Ahí vemos a la pareja de cineastas admirada por Costa trabajar en el montaje de su película ¡Sicilia! (Sicilia!, 1999): no más de cinco cortes por día, cada uno discutido como una cuestión de vida o muerte. Es indudablemente uno de los documentos más bellos jamás filmados sobre el trabajo en el cine. Dentro de la filmografía de Costa es uno de los pocos que muestra los personajes entregados a su oficio. «La libertad es como la libertad de un músico, llega cuando domina su mecánica a la perfección», dice Straub mientras se pasea bailarín por dentro y fuera del marco de la puerta. Huillet interviene directamente sobre la física fílmica, se concentra y pide mantener la puerta cerrada para aliarse con la oscuridad. Lo que vemos no dista mucho de lo que trabajó Costa en En el cuarto de Vanda, y la frase de Straub, además de ser una de tantas vociferadas en sentido pedagógico y devocional, es la confirmación de las intuiciones que Costa ya había cosechado poco tiempo atrás. Una película que Costa realizará varios años adelante es Ne change rien. Más discreta pero con un sistema similar, acompaña los ensayos de la cantante Jeanne Balibar. Juega con la repetición y la disyunción de lo audible y lo visible, que es uno de los costados más sobrenaturales del cine.
En conjunto, esta segunda fase es el refinamiento de un tipo de realismo —en el matiz duro del término— distinto al que Costa desarrolla más adelante. Al grado en que su cine declina frente a la vida —aunque sea por instantes— y toca los límites de la forma, como cuando el mar amenaza la orilla. Pero, sobre todo, este momento sugiere el cine como equidistancia entre lo que pasa detrás y delante de la cámara. Allí donde el cine del nuevo siglo prefiere la espontaneidad, la improvisación y la sorpresa, Costa elige el método, la rutina y el trabajo. Mientras el cine digital ha provocado el apresuramiento de los cineastas contemporáneos, a Costa le ha ofrecido tiempo y entereza. Nos aventuramos a definir su trabajo como una resistencia —mediante el esfuerzo, la observación y la persistencia— a las ideas que llegan primero, y la decantación por «dejarse hacer», luchando porque los materiales encuentren su sitio justo. En ese sentido es un oficio de precisión donde a mayor trabajo ejercido sobre la realidad, mayor estatus de autonomía y signos de vida florecen en la película. Este sistema ha permitido a Costa manufacturar una obra mayor a los medios con los que cuenta. Dejó por sentado que la verdad es practicable y se despliega con amplitud en la singularidad.
Premio a la mejor dirección en el Festival de Locarno.
V. Singularidad
Hemos pospuesto intencionalmente hablar de la luz y la oscuridad hasta esta tercera estación, donde tales elementos se radicalizan. No sobresalen como una cuestión manierista, más bien por una voluntad de mirar de otro modo. Si uno se deja llevar por las figuras que emergen de los fulgores, brillos y sombras que propone cada filme de Costa, llegará al punto de identificar que el verdadero sentido no son los objetos y rostros que la luz muestra y la oscuridad esconde, sino la manera en que estos objetos y rostros muestran la luz y la oscuridad. ¿Cuándo se ha visto, en años recientes, tal precisión científica y metafísica en partes iguales? Es indudablemente su lado tourneuriano donde los abismos luminosos son adhesivos y nos permiten —en una suerte de mística telepática— percibir el bloque, la unidad que todo tiene y donde nada falta. El paso que da Juventud en marcha es hacia lo sobrenatural. Hay un realismo —porque Costa nunca ha abandonado el realismo— de tipo fantasmal que, contrario a lo que se piensa, no se aleja de la vida común sino que se acerca con mayor atrevimiento. Forma parte de los cineastas de la revelación y no de la edificación, aunque a veces, como en este tercer periodo, recurra a la edificación para llegar finalmente a la revelación, y pacta con esta bella paradoja en lugar de detenerse a explicar su lógica. Rivette escribió que, en el realismo, «la línea recta es el camino más corto de un punto a otro», lo que no significa, como denota Costa, que este atajo sea sinónimo de una fidelidad naturalista. Rohmer da un axioma igual de valioso al enunciar que el cine necesita límites realistas si no quiere dejar de ser cine. Es un terreno moral del realismo, un límite que hace trabajar, pero sobre todo la convicción de que no puede haber cine donde se ignora la realidad. Sería un error pensar que Costa, al acercarse a lo espectral, abandona esta dimensión (como si Murnau o Dreyer no dejaran de recordarnos que el milagro es el primer indicio de realidad).
Juventud en marcha es geometría, cálculo y simultáneamente —influenciado por las lecciones de Huillet y Straub— es brechtiana. Los actores recitan sus diálogos bajo el principio de distanciamiento, una forma de conducir la mirada atenta por medio del extrañamiento, y la emoción por otro camino que no sea el de la identificación del espectador con los personajes y sus situaciones (al contrario de lo que suele pensarse, Brecht jamás se ha desligado de la emoción). A estas alturas sería más estimulante preguntar por las diferencias de Costa con Huillet y Straub que por sus puntos en común, que ya han sido enunciados en múltiples ocasiones, y que para nosotros tienen su techo más elevado en la idea de trabajo. Mientras que en las películas de la pareja de directores franceses se recitan documentos preexistentes (textos escritos), tratados como fenómenos naturales y partes vivientes de la historia, en Costa se recitan la mayoría de las veces documentos orales, invisibles y no escritos, transmitidos a través del tiempo y puestos al mismo nivel, como objetos tangibles que componen la vida de sus juglares y oyentes. No es que el registro valga más, claro está. El registro puede ser otro matiz de la oralidad, otro cauce que señale las omisiones históricas de la tinta al clavarse atrozmente en las gargantas que atesoran una digresión. Como toda regla que se confirma por su excepción, se da el caso en Juventud en marcha donde se oraliza una carta que el poeta Robert Desnos escribió desde un campo de concentración antes de su muerte. Ya leída en Casa de Lava, se repetirá incesantemente en la filmografía de Costa como un gesto de vínculo entre memoria y olvido, como un gesto frente a la ausencia que se suscita en el momento antes de una desaparición, como la mirada de Desnos y las casas mismas de los habitantes de Fontainhas que, en Juventud en marcha, han sido reasentados en asépticos edificios luminosos —epifanía del mercado inmobiliario— donde Ventura deambula en busca de sus muchos hijos, tocando puertas equivocadas. Un momento virtuoso ocurre cuando Ventura visita un museo donde se enorgullece de ver un cuadro de Rubens colgado sobre la pared que él mismo construyó en el pasado.
Difícilmente veremos en el mundo un museo como ése, oscuro aunque con las pinturas y algunas zonas iluminadas. En Caballo dinero (Cavalo Dinheiro), de 2014, esta excepcionalidad está en todos los espacios: hospitales, edificios históricos y oficinas burocráticas. Suponen el pasado de Ventura que los recorre con su mano temblorosa, con una especie de trauma instalado en el cuerpo. De los espacios reconocibles de Huesos y En el cuarto de Vanda estamos ahora en espacios completamente ajenos y liminales: los lugares moran a las personas y no en sentido opuesto. Acciones tan mecánicas como subir, bajar y caminar tienen aquí el velo de la duda. ¿A dónde suben? ¿Hacia qué dirección se dirigen? Por otro lado, la oralidad en Ventura tiene huellas de un interrogatorio, todos le exigen hablar de su pasado, repetirlo una y otra vez, por una obligación burocrática antes que de remembranza. Por ello, Costa dijo en diversas oportunidades que esta película era para olvidar, una función curiosa pero vital en un arte de registro: lo que permanece depende de lo que se va. Es un gesto de piedra y aire, contrario a las estatuas retratadas en las calles de la capital portuguesa, donde lo que se va depende de lo que permanece, de esa mirada endurecida que obstaculiza cualquier relación con el pasado: la Revolución de los Claveles, el traslado a Lisboa, el trabajo en la construcción, el malestar. Aquí aparecerá por primera vez Vitalina Varela, con una postura paralizada, como una esfinge que tiene los ojos en otro lado y en otro tiempo, sin pestañear, con la mezcla de dolor y resentimiento por la espera de un boleto de avión que nunca llegó. Una vida de expectación. Hacia el final de Caballo dinero Ventura entra a un elevador —casi la repetición del cortometraje previo Sweet Exorcism (2012)—, ese espacio transitorio donde todo reduce sus atributos (si el espacio no tiene sentido el ser humano no puede habitarlo). Con él, un soldado enfatiza lo que ha sido toda la película: el impedimento del duelo.
Leopardo de Oro del Festival de Locarno.
VI. Duelo
Vitalina Varela es el bálsamo de este duelo no resuelto. Vitalina llega tarde al funeral de Joaquim —su esposo— en Portugal, después de no tener noticias por décadas por una comunicación a la deriva. En algún momento se vuelve a encontrar con Ventura —que esta vez aparece como párroco— en una pequeña iglesia. Se respira un silencio laborioso apenas golpeado por palabras que caen como piedras sobre un estanque. Todo el abatimiento que expresa Ventura con el temblor de su mano, Vitalina lo muestra con el arrebato de su mirada, inexplicablemente vacía y pletórica paralelamente. En el espacio hay sillas escolares y una luz que llega desde la entrada. Esta luz intensa cae como si una gran puerta, desproporcionada, se entreabriera desde el cielo, como las nubes monumentales que instalan sobre los campos una gran sombra. De todas las películas de Costa, Vitalina Varela prevalece por su metafísica, sin que esto signifique abandonar la practicidad. Como él mismo lo refirió en alguna ocasión a propósito de Huillet y Straub, «Para ser materialista, hay que ser místico al principio... o al final». La voz susurrada de Vitalina no es otra cosa que un rezo, una interlocución con el orden divino, trágica, pero una interlocución al fin. Una súplica. Lo trascendente podría ser entendido como el punto terrenal que excede su presente y convoca otros tiempos y otras personas. De modo que no es un duelo personal sino compartido, incluso histórico. La obra de Costa es un cúmulo de soliloquios en compañía, como aquí se revela. Hay un tormento por la peregrinación consagrada, la travesía por puertas que a veces son tumbas, y cuya singularidad toma figura como una ofrenda: eso que genera tiempo, lo que hace en el vacío un espacio, como el gesto final de Vitalina en la azotea de su casa en Cabo Verde, haciendo un hogar para sí, donde su hija mira al horizonte en un día luminoso y se protege los ojos con la mano. De la construcción febril en Casa de Lava, la demolición en En el cuarto de Vanda, hasta una nueva edificación en Vitalina Varela, terminamos por donde empezamos, aunque con todo diferente. Cada nueva mirada es un misterio desbocado que no se logra observar directamente. Esta vez, lo que se atraviesa y nos lo impide no es una puerta sino el sol.
Balibar & Costa.
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