Damaris Del Carmen Hurtado Pérez: Érase una vez… en Hollywood

SPOILERS. NADA REALMENTE PRECISO PERO ES POSIBLE QUE PILLÉIS LA SORPRESA.

Miles de películas hablan del pasado. Unas se dedican enteramente a reconstruirlo. Son rigurosas y disciplinadas. Otras, a evocarlo. Son relajadas y tienden a la deriva. Y algunas, la mayoría, hacen inevitablemente las dos cosas: nos presentan una realidad filtrada a través de los ojos de su director. Desde mi punto de vista, Érase una vez… en Hollywood se encuentra en uno de los puntos más extremos de ese espectro. Comenzando por el título. Creo que va mucho más allá de la memoria distante del año 1969, aunque Quentin Tarantino, nacido seis años antes, podría hablar con propiedad de una transformación que le pilló en plena infancia. Es una fantasía. Una idealización de una sociedad a través de una experiencia un poquito de segunda mano — las películas que emocionaron a su director y las personas que las protagonizaron — y la explicación de unos eventos afectados por dos instrumentos propios de los cuentos: las coincidencias y los milagros.

Estas dos personas son Rick Dalton, actor, y Cliff Booth, su doble de acción, su confidente, su amigo, su empleado a tiempo parcial, a quienes conocemos al principio de un sinsabor: la popularidad de Dalton comienza a decaer y es posible que tengan que buscarse el pan en otro lado; quizás en el emergente cine de acción europeo. Porque es 1969 y Europa lo está petando. La transformación cultural europea ha despertado el interés de Hollywood en sus cineastas como nunca se había visto desde hacía décadas. De hecho, Dalton es vecino de la pareja que forman el director Roman Polanski y la actriz Sharon Tate, por los que siente tanta admiración que nunca se ha atrevido a llamar a la puerta para hablar con ellos. Que Dalton deteste con toda su alma a los hippies no ayuda, pero tampoco lo hace que comience a preguntarse si su talento, su perfil icónico, quintaesencialmente estadounidense, funcione en estos nuevos tiempos.

Todo ellos sirve para comunicarnos la idea de que Hollywood vive un momento álgido de cambio en el cine que Tarantino entiende como lo más trascendental visto desde la transición al sonoro; en un año en el que la moneda va a caer definitivamente y no sabes si va a ser cara o cruz. En perspectiva, y sabiendo lo que ocurrió, conocemos el resultado: el amanecer en EEUU de una nueva ola de películas que adoptaron en buena parte un lenguaje europeo al que imprimieron dos ingredientes nacionales: la carga mitológica y, sobre todo, la gran especialidad de la casa y que nadie os diga nunca lo contrario. La violencia. Un aspecto consustancial a la figura de Tarantino y que en esta película, su teórica penúltima, parece contarme que sí, es cojonudo rodándola. Pero ojalá no tuviera que hacerlo. Ojalá no se hubiera visto influido por la nueva ola. Ojalá las cosas hubieran sido más bonitas. Ojalá.

¿Me gustó? A veces sí. Y bastante, romántico moñas que soy a veces. Me gusta la evocación. Soy fan de Malick. Me gusta escuchar cómo alguien me relata la impresión personal que le produjo su momento favorito. ¿Le habría metido algo más de reconstrucción? ¿Habría deseado que la historia de Sharon Tate hubiera funcionado como hilo conductor para dar a la película más empaque, más urgencia, más estructura? A veces, también. Pero eso ya no está en mis manos. Me he encontrado muy cómodo conociendo a Dalton y a Booth, y con el hecho de que Tarantino y Robbie traten a Tate de una manera tan simbólica — la actriz apenas tiene líneas pero su gran momento tiene un impacto descomunal, en un cine donde acude como espectadora a una de sus propias películas, extasiada; la “princesa” del cuento, vamos — como expresión de un momento y un lugar que su director entiende como el paraíso en la Tierra. Pero hace mucho tiempo, y creo que eso es algo que comenté en Malditos Bastardos, que Tarantino trabaja sin restricciones y en un territorio tan difuso como éste cualquier ayuda es bienvenida. Y parece no tenerla. Esa es mi impresión.  No es cuestión de que sus escenas sean más o menos largas. De hecho, disfruto bastante con los momentos en los que Érase una vez… en Hollywood se relame en un set de cine; unos buenos veinte minutos donde la cámara de la película se convierte en la cámara de la película que rueda Dalton y nos sumerge completamente en la experiencia profesional de actuar.

El caso es que luego hay momentos en los que Tarantino dedica cinco minutos a enseñarnos como Dalton y Booth ven sus propias películas, que comentan en plan de coña, y es una escena que no va a ninguna parte y quiero pensar que a su director se le ocurrió que esto iba a ir a los extras del bluray pero oyes, tiene su gracia, además me he gastado los dineros y mira, esto va al montaje final y el ritmo que lo arregle su padre. ¿Esto es nuevo para Tarantino? No. ¿Es una cosa con la que he hecho las paces? Depende del número de veces que me lo haga y depende de los motivos. Cuando inserta a Dalton en una película legendaria de Hollywood no me suena ni gratuito, ni indulgente. Sirve para reforzar el estatus icónico del actor. Ahí me vale. Es una línea muy fina. Y “constancia y regularidad” no son dos palabras que pueda aplicar a esta película.

Lo que si veo con bastante más claridad es que Tarantino quiere dar forma de thriller a esta colección de momentos. Y ocurre lo que ocurre cuando insertas una película en un género: tienes que sudar, cabrón. Todo eso de la evocación y del recuerdo está muy bien, y mira cómo paseaba Sharon Tate por la calle, y mira, es Bruce Lee, pero en algún momento tiene que comenzar a conectar puntos — las historias de Tate por un lado y de Dalton y Booth por el otro– y aquí lo pasa fatal. Va y viene, generando expectativas que rara vez se cumplen; usa a personajes para momentos puntuales y luego los descarta para volver a contarte durante otra media hora que “Hollywood, veréis, era muy bonito”.  Tarantino es muy, muy bueno rodando, y sirva como ejemplo una secuencia en un rancho donde su director se saca un momento de suspense casi de la nada. Pero esta clase de escenas parecen un sprint tras el que pasa 15 minutos descansando. Si vas a ir a la deriva, creo, es mejor que derives hasta perderte, en lugar de buscar puerto y luego olvidarte de él. Yo lo prefiero así. Me parece una comunicación todavía más personal, lejos de convencionalismos. Sucede una cosa: a diferencia de su revisión de la Segunda Guerra Mundial, me lo trago aquí mucho mejor porque, como persona, conecto más con el tono de la película; muy suavecito en realidad: entre crepuscular, melancólico, soñador, radiante. Leonardo DiCaprio y Brad Pitt están superlativos y porque para ser un thriller que rara vez cumple expectativas, cuando lo hace resulta que en el mejor momento posible, y de la mejor manera: en un climax de los que tiran estadios.

Rick Dalton y Cliff Booth me parecen muy buenos tipos. Dalton, un manojo de nervios con la confianza en sus capacidades interepretativas absolutamente rota, se preocupa por una niña que actúa con él y a la que empuja en un momento dado de la escena; Booth se niega inmediatamente a mantener una relación sexual con una menor, contrariando cierta leyenda negra que circula a su alrededor y que la película ni siquiera enseña en su totalidad; dejando entrever que es la clase de historia chunga e inverificable que acompaña a todos los mitos. Tarantino quería a Tom Cruise para el papel de Booth y entiendes por qué. Quiere iconos. Tate es un icono. Dalton es un icono. Booth es un icono. ¿Son personajes tridimensionales, definidos milimétricamente? No. Pero como demuestra el final, fuerza tienen para repartir. Pitt y DiCaprio tienen quimica, la calma chicha del primero contrasta con los ataques de histeria del segundo. Ambos son supervivientes. Y ambos probablemente realizan de las mejores interpretaciones que les he visto. Si esto va a ser una evocación de eventos, quiero que sean ellos dos quienes me los presenten.

Y en lo que se refiere al final: tenéis que verlo. Momento top de su realizador, tanto por sus prolegómenos, como por su explosión, como por el temazo que lo acompaña, como por su cierre, como por la aparición final del título de la película que termina de zanjar a las claras que nuestros personajes han sido una especie de caballeros andantes a la búsqueda de recibir permiso para entrar en el castillo de rey. Es una comparación forzada de cojones pero es una comparación con la que Tarantino va a la colina a morir tras un viaje largo, tumultuoso, más complicado de lo que me gustaría. Pero siempre movido por un deseo honesto de que ojalá las cosas fueran de un modo, y no de otro. Que fueran mejores. Para siempre. A diferencia de Bastardos, una película que me resultó incomodísma, una verdadera pesadilla hostil de violencia y horror, aquí esta versión de Tarantino muestra su lado opuesto, y por muchos peros que le pueda poner, no tengo muchos redaños para decirle enteramente “no” a un soñador de tal calibre. Uno que antes cambió la historia movido por la rabia, y que ahora la cambia movido por el amor a un pasado que ojalá siguiera vivo hoy en día. Lo prefiero así. Mil veces. Solo creo que exista una persona que pudiera negárselo: el director Roman Polanski, y es probable que no conozcamos nunca su opinión.



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