Damaris Del Carmen Hurtado Pérez: Crítica | High Life

Ta-bú

Crítica ★★★★ de «High Life», de Claire Denis.

Francia, 2018. Dirección: Claire Denis. Guion: Claire Denis, Jean-Pol Fargeau, Geoff Cox. Productoras: Alcatraz Films, Pandora Filmproduktion, Andrew Lauren Productions, BFI Film Fund, The Apocalypse Films Company, Madants, Canal+, ARTE France Cinéma, Zweites Deutsches Fernsehen. Música: Stuart Staples, Tindersticks. Fotografía: Yorick Le Saux. Montaje: Guy Lecorne. Reparto: Robert Pattinson, Juliette Binoche, Mia Goth, André Benjamin, Lars Eidinger, Agata Buzek, Claire Tran, Ewan Mitchell, Gloria Obianyo, Scarlett Lindsey, Jessie Ross. Duración: 110 minutos.

| El siguiente análisis desvela detalles de la trama |

Para la inserción de las letras de su título, High Life se reserva una de sus imágenes más magnéticas. Seis cadáveres embutidos en trajes de astronauta, cuyo brillo apenas se distingue entre la negrura del fondo espacial, caen lentamente por la vertical del encuadre. El golpe de efecto está en la ironía mórbida de disponer sobre este peculiar desfile funerario la palabra «life». Pero esa ironía no explica del todo estos primeros veinte minutos que Denis dedica, precisamente, a los dos puntos límite de lo vital. No hay cinismo alguno en el engarce del plano entero del padre (Robert Pattinson) que repara una pieza del exterior de la nave con el primer plano de una niña de pocos meses que mira con ojos tiernos a la margen superior derecha del encuadre. Las pequeñas simetrías entre sendos planos (las líneas horizontales del primero, por ejemplo, son correspondientes en el segundo con la dirección del gesto de la niña con la mano y después su mirada) hablan de una construcción formal esmerada en observar el amor paternofilial que brota en los confines del espacio exterior: el montaje y el empleo del sonido (pese a su separación, los escuchamos intercambiar balbuceos y palabras cariñosas por el comunicador) son, a su manera, gestos amorosos con sus personajes.

En general, estos primeros veinte minutos pueden contemplarse como una colección de gestos amorosos insertos en la soledad de la nave espacial. No solo en encuadres tan claros como el de los pies de la chiquilla dando sus primeros pasos, sino también en los ritos funerarios que en ellos oficia Monte, el padre. Hay que atender a planos detalle como el de sus manos enroscando, sobre una mano muerta, la anilla que une las dos partes del brazal del traje de astronauta, el sudario en el que Monte envuelve los cadáveres de sus compañeros de viaje fallecidos antes de arrojarlos a la negrura. La decisión obedece a la pura supervivencia, pero también se carga del dolor del luto. Tras haber echado los cadáveres, la cámara se vuelve a uno de los trajes vacíos, y este plano enlaza con el de Monte con la mirada vidriosa (el traje de astronauta que luce le cubre la mitad inferior de la cara, potenciando así el gesto de los ojos) y con el de Boyse (Mia Goth, la madre fallecida de la niña), viva, flotando en gravedad cero con el traje espacial: el movimiento de la actriz hace que su rostro salga del encuadre y en la pantalla quede, precisamente, el movimiento libre de su mano despojada de la parte final del brazal del traje. La mirada de Monte sobre el traje vacío, amplificada por la recurrencia que crea el vestuario, es la mirada amorosa sobre el recuerdo de otra vida desvanecida.


«Aunque Denis aísle y delimite su escenario, las acciones y las relaciones entre sus personajes siguen obedeciendo a las «normas de uso» de una Tierra que han dejado atrás para no volver nunca».


Este último plano de Boyse, flashback o ensoñación, introduce también la temporalidad difusa que Denis le imprime a High Life, sembrada de elipsis sin marcas formales que pueden contener meses o años —la propia temporalidad expresada por los personajes, que miden el tiempo de la misión en días terrestres y días espaciales, es ya relativista —. Lo paradójico es que, siendo la ubicación temporal de las imágenes tan indiscernible y su ubicación espacial tan transparente (todo, salvo alguna escena de recuerdos y una secuencia explicativa en la Tierra, transcurre en el interior de la nave espacial en la que viajan los personajes), esta temporalidad termine por ser mucho menos importante que el espacio al que atribuir esas imágenes. Es decir, que aunque Denis aísle y delimite su escenario, las acciones y las relaciones entre sus personajes siguen obedeciendo a las «normas de uso» de una Tierra que han dejado atrás para no volver nunca. A la nave van llegando constantes vídeos de la vida en el planeta a los que Monte tacha de virus. Justamente, esa insistencia en evocar el aire libre, los espacios abiertos, el agua de la lluvia y de los mares, tiene el efecto vírico de lacerar las heridas abiertas de una tripulación que contrapone esa memoria íntima de su (nuestro) mundo con las imitaciones de él dispuestas en la nave: el pequeño jardín botánico o los depósitos que reciclan la orina y las aguas fecales en agua limpia —no parece casual, ante estas carencias de lo natural, la insistencia de Denis en filmar los fluidos corporales a modo de pequeños manantiales de vida que discurren por la materialidad artificial de la nave—.

El resultado de las tensiones de estos choques es la violencia y la destrucción, en un crescendo que Denis conduce a través de lo sexual: el choque entre el deseo de una sexualidad terrenal y su fría pautación. La única escena «erótica» del filme, la de la doctora de la nave (Juliette Binoche) en la fuck box, llama la atención por su mezcla tan indisoluble entre lo carnal y lo maquinal. El cuerpo de la actriz, su brillo y sus contorsiones, se filman en un movimiento casi abstracto, fragmentario, sobre el negro del fondo, donde las caricias y roces con otra piel que uno tendería a asociarle a una secuencia así se ven sustituidos por planos de simulacros de intimidad como la mano que se aferra a un pelaje inerte. Los destellos de la cámara sobre la piel, asimismo, revelan las cicatrices sobre el vientre. Habría que matizar su erotismo, entonces, como un simulacro de erotismo que apenas alcanza a maquillar los deseos prohibidos (las relaciones sexuales están vetadas en la nave) o las heridas acumuladas. La propia doctora es la que ha impuesto la prohibición de las relaciones entre los miembros de la tripulación, y la misma que implanta la fría separación entre el acto sexual prohibido y la reproducción humana, reducida a las probetas y las incubadoras del laboratorio en el que intenta hacer crecer a bebés a modo de experimentos científicos en las condiciones de la nave. La pérdida de conexión entre el acto instintivo humano y su efecto (o afecto) desemboca en una espiral de violencia desatada, significativamente, por una violación, justo el extremo opuesto, o la reacción monstruosa, al estricto control sexual —si bien, ni siquiera en las partes donde el fluido corporal definitorio es la sangre de las heridas, renuncia Denis a lo hermoso: basta observar el encadenamiento que se crea a partir de la escena sexual de la doctora con un Monte sedado, en la que de manera clínica a la vez que pasional le extrae su semen; a dicha escena, teñida de un frío azul, le sigue el travelling abstracto que se interna en una nebulosa rojiza sobre el fondo estelar, el plano de la recién nacida en la incubadora y varios encuadres del cuerpo de Mia Goth desbordante de leche materna. Incluso del acto desquiciado de una científica enloquecida, pues, la cineasta extrae asociaciones poéticas entre la pequeña vida que nace y desborda al cuerpo concreto y los fenómenos físicos del universo infinito—.

«El tabú, que no es otra cosa que la convención cuya inobservancia resulta más socialmente castigada, es en High Life el resquicio último de la «vida antigua» cuya transición a la «nueva» encarna Monte, el único superviviente a la espiral de violencia cuyo celibato autoimpuesto ha sido una resistencia activa al simulacro de vida».


Esta espiral violenta a la que conduce la tensión entre la vida y sus simulacros, en fin, termina convirtiendo a la nave en esa cámara mortuoria errante que Monte «limpia» al comienzo del filme, aunque el intermedio si atendemos al orden cronológico de los tres grandes segmentos diferenciables —la convivencia de todos los tripulantes de la nave, presidiarios y condenados a muerte que se han prestado al viaje sin retorno, un experimento científico, a modo de conmuta de sus penas; los primeros meses de vida de la pequeña, fruto de los experimentos de reproducción asistida de la doctora; y la parte final con la muchacha ya adolescente —. Quizá Denis empiece por esa cronología intermedia porque es la que mejor recoge el tránsito entre una «vida antigua» y una «vida nueva» que vertebra todo el filme. Willow, la niña, es al fin y al cabo una hija del espacio cuya relación con la memoria terrestre ya no es íntima sino imitativa: que en una escena se ponga a rezar porque lo ha visto en las imágenes-virus, o que describa un agujero negro como «el ojo de un cocodrilo» son pequeñas acciones ejecutadas ya por mera convención, como si Denis quisiera llevar al límite los efectos de una sociedad hipervisual eliminando los referentes reales de las imágenes que se bombardean. Willow, también a ojos del espectador, es un ser extraño por la naturaleza inédita de su relación con lo real. También, por tanto, en su relación con las convenciones. En la escena inicial, Monte le habla a la niña, aunque esta aún sea incapaz de comprenderle, de la existencia de tabúes. «No te bebas tu propio pis, Willow. No te comas tu propia mierda. Aunque estén reciclados, aunque no parezcan pis o mierda. A eso se le llama tabú», afirma el protagonista, para luego añadir: «Tabú. Ta-bú. Pero lo es para mí, no para ti». El tabú, que no es otra cosa que la convención cuya inobservancia resulta más socialmente castigada, es en High Life el resquicio último de la «vida antigua» cuya transición a la «nueva» encarna Monte, el único superviviente a la espiral de violencia cuyo celibato autoimpuesto ha sido una resistencia activa al simulacro de vida. El viaje de la nave comienza ya con la ruptura del pequeño tabú de no comer los propios excrementos, forzado por las circunstancias; pero es el viaje entre dos concepciones de lo vital que atraviesa Monte el que culmina en la última escena del filme, cuando la ruptura del tabú del incesto queda sugerida.

«Una suerte de relato adánico, el inicio de una génesis a cuya comprensión no llegan nuestras convenciones. De ahí que un último plano tan meramente formal como el de una línea recta que devora la pantalla sea una declaración de insuficiencia de la representación, pero también el triunfo del misterio en un filme tan consagrado a explorar los límites, o las posibilidades, de un concepto tan oblicuo y a la vez tan simple como el de 'vida'».


Es en ese momento cuando Denis, quizá consciente de que nuestra mirada terrestre es incapaz de llegar a ese otro lado, fuerza la representación hasta sus límites. En el segmento final, Monte y Willow encuentran la entrada a un agujero negro en el que la muchacha espera encontrar «algo» cuyo sentido High Life esconde. Padre e hija, movidos por la «fe» de esta, abandonan la nave y los restos de vida que han dejado en ella para lanzarse al agujero en una pequeña nave exploradora. Denis inserta sendos primeros planos de los dos personajes, con los rostros cubiertos por las escafandras, y pasa al corte más inabarcable de todo el filme: otros dos primeros planos de los rostros de Monte y Willow, esta vez descubiertos, y una sencilla frase del padre («Shall we?») que da paso a un plano final en el que la cámara se acerca a una línea recta horizontal que parte el encuadre, y que va expandiéndose sobre la negrura del plano. Tanto esa línea como la luz que baña los rostros en los planos anteriores son de un llamativo dorado para cuyas significaciones debemos remontarnos, de nuevo, al segmento de apertura: en ese baile entre el nacimiento y la muerte que desliza el montaje, el color tiene un papel esencial, puesto que la iluminación tiende a reducir lo cromático a un binarismo entre los dorados y los azules. El azul más intenso emana de la habitación donde reposan los cadáveres que Monte arroja de la nave, mientras que la fuente del dorado está en las luces que bañan la habitación del padre y la hija. Denis formaliza la pulsión entre los restos de una «vida antigua» acabada en destrucción y muerte y el nacimiento de los afectos en una «vida nueva» para, en su desenlace, remitirse a esa formalización como único elemento significador de lo que en él sucede. El «Shall we?», cuyo subtexto apunta a la consumación del incesto sugerido por la tensión de las escenas previas, culmina a High Life como una suerte de relato adánico, el inicio de una génesis a cuya comprensión no llegan nuestras convenciones. De ahí que un último plano tan meramente formal como el de una línea recta que devora la pantalla sea una declaración de insuficiencia de la representación, pero también el triunfo del misterio en un filme tan consagrado a explorar los límites, o las posibilidades, de un concepto tan oblicuo y a la vez tan simple como el de «vida». | ★★★★ |


Miguel Muñoz Garnica
© Revista EAM / San Sebastián | Pamplona


| High Life se estrena el 8 de febrero en España gracias a Karma Films |



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