Damaris Del Carmen Hurtado Pérez: ¿Podrás perdonarme algún día?

Tras su debut en el largo con The Diary of a Teenage Girl, Heller nos presenta una segunda película que se siente como más que una ratificación de expectativas, un paso adelante hacia contextos más adultos y distintivos, y eso no es moco de pavo. Son malos días para Lee Israel (Melissa McCarthy). Está desempleada, alcoholizada, su gato la ignora y cada día la espera una hoja de papel en blanco, el germen de la Gran Novela Americana que lleva prometiéndose a sí misma los últimos diez años. Hasta que un día, durante una de sus investigaciones para su nuevo libro, una biografía de una artista del vodevil que no irá a ninguna parte — por mucho que el tema haya suscitado en Israel pasiones que creía olvidadas — se encuentra una carta de la cabaretera nunca vista hasta entonces, que Israel roba y vende con pasmosa facilidad. Israel se pregunta si puede repetir la jugada con su propia inventiva, falseando la correspondencia privada de los más grandes autores norteamericanos del siglo, con Dorothy Parker y Nöel Coward a la cabeza. Y, para su sorpresa, descubre que es sorprendentemente fácil. Envejecer papel en el horno, comprar máquinas de escribir de la época y usar como apoyo moral a un bohemio cuentista consumado, Jack Hock (Richard E. Grant). Del resto se ocupa la credulidad que acompaña al elitista círculo de coleccionismo literario de Nueva York, el mismo que la dio vilmente la patada en el culo. Porque lo más importante, lo tiene. Ella, que nunca tuvo nunca una idea original. La voz de los escritores.

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Parecen los ingredientes para una película agria y desesperada — una estafa alimentada por una venganza, un robo sin escrúpulos del talento ajeno, un delito contra los investigadores de la cultura, una condena contra el mercadeo de la intimidad —, pero nada más lejos de la realidad. Es una película elegante, que bebe en parte de los cuadernos de viaje con los que Woody Allen solía en sus tiempos salpicar sus historias de Nueva York y destila un humor que procede de la melancolía y de la soledad de sus dos protagonistas, unos con los que la película contempla con cariño sin soslayar un delito que trata, desde mi punto de vista, con su brújula moral bien orientada: como un pecadillo situado en el límite mínimo de la condena. Hay víctimas en esta historia, al fin y al cabo — hay una bastante inocente, en particular, que acaba no tanto con una cartera vacía sino con un corazón roto — y debe haber un castigo. No demasiado grande. Pero castigo al fin y al cabo.

Y es por eso que, por mucho que me den ganas de enfadarme con Israel y Hock, no puedo dejar de pensar en ellos como dos eslabones caídos que podrían haber encajado en el lugar que desean si solo hubieran tenido un poco más de dinero, si Lee solo hubiera vendido un par de biografías más, o si Hock se hubiera encontrado con una mano amiga unos meses antes. En su lugar, se han visto obligados a sobrevivir viviendo del relato ajeno, un punto que la película nunca elude a partir de la simpática ironía que define a nuestra protagonista, y a la que absuelve parcialmente proponiendo que la imitación de la voz de los maestros es, en sí misma, un síntoma de maestría propia.

Parcialmente porque McCarthy ni por un solo segundo permite que idealice a su personaje como un ejemplo de coraje frente a la opresión de las élites o, por ponerlo de otra manera, nunca deja de recordarme que su Lee Israel es un poco cabrona — ingrediente crucial para llevar a cabo este plan —. Pero es un cabronismo supersimpático, uno que ha fermentado tras años y años de comer mierda a paladas, despreciada por unas editoriales que han desdeñado su campo de trabajo, y que ahora van a recibir una cucharadita nada más de su propia medicina. Y es un cabronismo que McCarthy nunca nos ofrece a la vista (y solo nos deja escucharlo parcialmente, con sutiles cambios en su voz cuando inventa sus cartas, imitando el tono de los escritores que falsifica). Tenemos que buscarlo, porque ella no va con el corazón en la mano — excepto en la GRAN ESCENA DE REVELACIÓN ÍNTIMA, una triste canción en un local, que la actriz vende sin ningún tipo de problemas — y la película está visualmente concebida para invisibilizarla, en su fotografía apagada y en su vestuario ocre y vulgar, una sombra que pulula entre escondidos bares y antiguas librerías.

Es tentador decir que McCarthy causa esta impresión por el impacto inicial de ver a un personaje tan aparentemente mustio en medio de una filmografía tan exhuberante, pero ni mucho menos sería cierto. Lo bonito es que, en realidad, es por dentro es un personaje tan vitalista como cualquiera que haya creado, pero esta vez tenemos que descubrirlo. De ahí la inmensa ayuda que proporciona Grant, uno de los maníacos desastrados por excelencia del cine británico y que en esta película es el exhuberante contrapunto, el diablillo en el hombro derecho de nuestra protagonista — y el Flavor Flav de su Chuck D, ya en pleno vuelo como estoy — el que realmente está disfrutando con todo este entramado por el mero hecho de que vive en un mundo donde las oportunidades para pegarle una patada en la boca al orden establecido son tan escasas que hay que pillar la primera que se te ponga a tiro. Y si es con gracia, donaire y un punto de frenesí, mejor. No es nada que Grant no nos haya mostrado antes, pero a sus 62 años es hora de que reciba un mínimo reconocimento por haber escrito, hace 30 años, la biblia de esta clase de perdedores en Withnail & I, y de esta clase de histéricos en El Gran Halcón.

Me ha gustado, la verdad. Me ha gustado mucho. Por su aproximación, por sus interpretaciones, por sus lugares — un deleite para quien disfrute de las librerías, que la película contempla con absoluta veneración: un espacio de libros, más que un espacio para venderlos — , por su humor, que invita siempre a la media sonrisa. Por su carácter apacible y sosegado, una especie de última conversación en un bar de madrugada tras una noche tranquila de copas. Y por la compasión en sus ponderaciones, primero sobre la idea del talento pero sobre todo, por el tema que universaliza y da resonancia a la película: el deseo, tan egoísta como comprensible, de importar en este mundo.



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