Damaris Del Carmen Hurtado Pérez: Crítica | Creed II: La leyenda de Rocky

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Crítica ★★★★ de «Creed II: La leyenda de Rocky», de Steven Caple Jr.

USA, 2018. Título original: «Creed II». Director: Steven Caple Jr. Guion: Juel Taylor. Productores: William Chartoff, Sylvester Stallone, Kevin King Templeton, Charles Winker, David Winker, Irving Winker. Música: Ludwig Göransson. Dirección de fotografía: Kramer Morgenthau. Montaje: Dana E. Glauberman, Saira Haider, Paul Harb. Intérpretes: Michael B. Jordan, Sylvester Stallone, Tessa Thompson, Phylicia Rashad, Dolph Lundgren, Florian Munteanu.

Cuando hace ya cosa de tres años se estrenó la primera entrega de Creed, fuimos muchos los que nos sorprendimos de la capacidad con la que Ryan Coogler había entendido la herencia original de la saga —específicamente, el peso y la importancia de ciertos motivos visuales, musicales y argumentales— y había generado una especie de traición coherente, una línea de desarrollo paralela. En efecto, Creed había funcionado con precisión allí donde terminaba el territorio del homenaje y comenzaba el problema de forjar los mimbres narrativos para una nueva generación de espectadores. Respetuosa pero también valiente, la película sabía que había una serie de lugares concretos que debían ser reescritos: las célebres secuencias del entrenamiento, la épica de la caída y el auge, la espectacularización relativa del amor y de las deudas que se arrastran a través de las líneas genealógicas.

En cierto sentido, Creed 2 no se ha deslizado esencialmente de las líneas rojas que trazó Stallone en Rocky Balboa (2006) y retoma su particular carrusel de fantasmas: el problema de la institución matrimonial, la manera en la que se encara y se gestiona la paternidad, el duelo y el respeto a los difuntos, los motivos que llevan a subir a un luchador a un ring. Interesa, eso sí, que en esta ocasión la línea melodramática propuesta por Steven Caple Jr. se despliegue con mayor precisión: película tras película, la idea de que el ring no era sino una metáfora del hecho mismo de estar vivo —algo así como una oda a la supervivencia del ciudadano de a pie que sin duda es la clave de su éxito entre el gran público—, aquí está formulada con tal crudeza que en ocasiones uno tiene la sensación de que los combates son lo de menos. No es demérito de la cinta —máxime cuando, todo hay que decirlo, cada enfrentamiento está exquisitamente coreografiado y rodado—, pero llama la atención que el boxeo parezca a ratos una excusa para explorar el mundo interior de los personajes.

En el primer Rocky (John G. Avildsen) no había mitología alguna, sino simplemente la tozudez suicida de un buen hombre enamorado de una buena mujer que no se dejaban arrasar fácilmente por la vida. Esa humildad, ese gesto entre bobalicón y desarmante al acariciar un perro o al despertarse antes del alba para patear las calles fue lo que convirtió al héroe de Philadelphia en un icono cinematográfico irrepetible: su extrema miseria, su tartamudeo torpe, la transparencia cegadora de sus buenas intenciones. Lamentablemente, Creed nunca será un hombre, sino un trauma que camina, golpea y se entrena. Su cuerpo no está cincelado por el hambre y la vergüenza, y de ahí que siempre se escape un cierto matiz en la manera en la que se enfrenta a cada nuevo rival. El dolor de Rocky era el dolor del último proletario, algo relacionado con pasar mucho frío y con no conciliar el sueño por las noches. Al contrario, Creed es ya deidad, hombre consagrado, y por eso muchas veces parece que asistimos a una especie de espectáculo shakesperiano —de los del Kenneth Branagh pasado y postmoderno, se entiende—, en el que la belleza sucede y se dispara de otra manera.

«La saga Rocky nunca ha escondido su rubor ante ciertos tics de autoayuda barata ni ante su apuesta por una cierta fe en la posibilidad de cohabitar pacíficamente el mundo. Si uno puede negarse a sí mismo la capacidad crítica y regalarse la posibilidad misma de la creencia —es decir, si puede volver a mirar la pantalla con una inocencia imposible—, la cinta responde y resulta extrañamente hermosa en su seca y simplona resolución de los problemas».


Sin duda —y algo estaba ya esbozado en esta dirección en el primer Creed—, una parte de la culpa de la fuerza de la película reside en el cuerpo, la voz y la presencia en plano de Tessa Thompson. Con su aspecto reptiliano y su capacidad para sacar adelante incluso las secuencias de guion que hubieran requerido una reescritura en profundidad —la pedida de mano, por ejemplo—, la actriz le otorga a la imagen una suerte de densidad que ni Michael B. Jordan ni el propio Stallone consiguen sustentar. Ella es, durante casi todo el metraje, la portadora del humor, la que permite que respire el universo, la que porta con sus gestos y sus miradas los flujos empáticos del espectador. Sus números musicales siguen siendo portentosos y la manera en la que se beneficia de las iluminaciones en clave baja es digna de aplauso. Cuando desaparece de la pantalla es imposible no tener la sensación de que se ha perdido algo, de que el metraje está atorado y los planos se suceden sin anclarse firmemente a los gestos narrativos.

Llegados a este punto, la película resultará —como sus antecesoras— prácticamente insoportable para los que no puedan perdonar los momentos más conservadores de su discurso o los que no puedan perdonar sus torpezas emocionales. Contra lo que ha dicho la publicidad, lo más interesante no es el retorno de Drago y su hijo lo que está en el centro de la obra, sino el problema mismo de la herencia, la paternidad y la imposibilidad de salir de cadenas de deudas históricas, íntimas, repetidas, multiplicadas. La paternidad como contagio. Es una exploración valiente en un momento en el que parece que nada hay tan progresista como hacer gala de la destrucción del padre y de la crisis rampante de figuras masculinas sólidas. La saga Rocky nunca ha escondido su rubor ante ciertos tics de autoayuda barata ni ante su apuesta por una cierta fe en la posibilidad de cohabitar pacíficamente el mundo. Si uno puede negarse a sí mismo la capacidad crítica y regalarse la posibilidad misma de la creencia —es decir, si puede volver a mirar la pantalla con una inocencia imposible—, la cinta responde y resulta extrañamente hermosa en su seca y simplona resolución de los problemas.

Qué triste, sin embargo, tener la certeza de que algo de esa mirada se ha perdido para siempre | ★★★★


Aarón Rodríguez Serrano
© Revista EAM / Castellón




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