Damaris Del Carmen Hurtado Pérez: El reverendo

Hay que explicar un poco de dónde viene El Reverendo. El germen, el verdadero origen de la película, es un libro de teoría cinematográfica escrito por su director y guionista, Paul Schrader, titulado Estilo Trascendental en el Cine: Ozu, Bresson y Dreyer y publicado en 1988. En él, Schrader — criado en un férreo entorno calvinista, a quien de pequeño tenían prohibido ver cine y televisión y que no compró su primera entrada hasta los 17 años –, a través del cine de tres realizadores, Yasujiro Ozu, Carl Theodore Dreyer y Robert Bresson, sienta las bases de lo que entiende por el cine espiritual: austeridad, modestia, observación.

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El Reverendo es lo más cercano que vamos a tener a una interpretación audiovisual de este libro. Es la sublimación de las constantes temáticas que han marcado el cine de Schrader — la culpa y la redención — en el contexto más íntimo que cabe imaginar teniendo en cuenta a la persona de su director, esto es, la religión, y es, simultáneamente, un homenaje cinematográfico a sus maestros del pasado. Lo que quiero decir con este prolegómeno es que El Reverendo tiene toda la pinta de ser la película que Paul Schrader lleva toda su vida esperando a hacer como director, como cinéfilo, como teórico y como ser humano. Tan importante para su director, de hecho, que corre el peligro de alienar a los espectadores, enfrentados de repente a un testimonio dirigido en términos tan personales que podría resultarles incomprensible, como un diario en código. Y es por ello que si Ethan Hawke no acaba en la terna de nominados de los Oscar el año que viene, nobleza obliga viajar a Los Ángeles a protestar. A bordo de un F-16.

Ethan Hawke es el reverendo Ernst Toller, una costra humana. Es el párroco de la antigua iglesia de la Primera Reforma, reducida ahora a poco más que una mera escala turística para esporádicas familias de domingueros como gesto de gracia del superconglomerado eclesiástico, moderno, indiscernible de una compañía cualquiera, y al que ahora pertenecen tanto el edificio como el propio Toller. Toller, que perdió a un hijo en Irak. Toller, alcohólico casi terminal. Toller, cuya fe ha sido traicionada, secuestrada, mutilada, y finalmente destruida. Un día, el reverendo recibe una llamada de auxilio de una joven honesta, pía y humilde (Amanda Seyfried), que teme que su marido, un activista medioambiental, haya cruzado el límite y esté preparando un atentado contra la principal industria de la ciudad — una que guarda importantes relaciones con la iglesia que ha absorbido la pequeña parroquia –. La primera conversación entre el párroco y el activista es reveladora para el religioso, que descubre en su joven y apasionado interlocutor algo que creía que había perdido para siempre: devoción por una causa. Es un chute inesperado que Toller recibe a las puertas de la muerte con consecuencias potencialmente todavía más destructivas de lo que su estado inicial nos había invitado a pensar y solo el amor que siente por la esposa del activista puede salvarle la vida.

¿Véis el patrón? Protagonista masculino, alienado, inestable, quemado (llámese Ernst Toller, Frank Pierce o Travis Bickle) experimenta una epifanía que le obliga a transformar por la fuerza el mundo a su alrededor en persecución de un ideal femenino (llámese Mary Burke, Betsy, Iris) que supone una esperanza de salvación. La diferencia fundamental es que, siendo El Reverendo una película mucho más “puramente Schrader” que Al Límite o Taxi Driver, sin el filtro de Martin Scorsese, este proceso se lleva hasta el extremo.

No es solo que la crisis que experimenta Toller sea todavía más profunda que la de sus predecesores — Bickle y Pierce eran medianamente funcionales, algo que Toller solo consigue con esfuerzos inhumanos –, sino que Schrader nos la cuenta a través de la puesta en escena más rígida que he visto nunca en una película norteamericana: descontando los créditos iniciales, hay que esperar una hora para ser testigos del primer movimiento de cámara. Hasta tres cuartos de película no hay banda sonora. Aspecto claustrofóbico 4:3 y en foco profundo — es decir: en muchos momentos, cuando no se centra predominantemente en un actor, apenas tienes apoyos que te induzcan a mirar determinado lugar del plano, con el esfuerzo adicional que representa — . Lineal como una bala, sin ningún artefacto de montaje. Y hay un esfuerzo deliberado para ralentizar la acción en la medida de lo posible. Schrader, en su libro, habla sin ningún tipo de paños calientes sobre lo que llama el “cine lento”, uno cuyo ritmo extremadamente parsimonioso introduce a los espectadores en un estado de trance, y en El Reverendo lleva esta propuesta, como todas, casi a sus ultimas consecuencias — cuando la cámara se mueve por primera vez, parece el equivalente a una explosión –. Es superelegante, es bonita, pero no es fácil de ver y, de remate, que no sea fácil es una decisión plenamente consciente.

Y forzada, para qué engañarnos. Es una ejecución a partir de una idea profundamente teórica (monástica, la llama Schrader) que su director y creador sigue a rajatabla en recuerdo de la gente que le inspiró la pasión por el cine. De puro convencimiento, a veces puede resultar artificiosa. Por eso tiene tanto mérito lo que hace Ethan Hawke. En una película convencional ya habría que aplaudir el dominio que ejerce sobre su personaje — su dolor está presente en cada momento, por mucho que lo intente ocultar –, pero aquí tiene el doble trabajo de hacer de Toller y de servir de “traductor” de las ideas de Schrader, en lo que a hacer cine se refiere, sin que le veamos en ningún momento incómodo con esta tarea, reforzando con su estoicismo la parsimonia de su realizador, convirtiendo lo que podrían haber sido imágenes inertes en retratos de tormento silencioso.

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Me parece innecesario reivindicar a estas alturas la figura de Hawke, pero sinceramente este hombre se merece más que el lugar ilustre que ocupa actualmente — una filmografía sin compromisos y sin un palo por tocar — para dedicarle en algún momento un sonoro aplauso. Además tiene curro aquí el chaval, que encima aparece prácticamente en todos los planos, en el protagonista más absoluto que ha tenido jamás, algo especialmente chungo para un actor generoso por naturaleza, sin poder dejar opción al resto de personajes, en mayor o menor medida testigos o víctimas de su agonía.

Seyfried es casi una excepción a esta regla pero está fantástica — y no es la primera vez, cuando le dan la oportunidad — en un papel bastante limitado (y reduccionista, por qué no decirlo) que de todas formas cumple una agradable función: la esperanza. Schrader exhibe una percepción pesimista del Cristianismo en particular y de la devoción en general: un camino de dolor — físico, mental, espiritual — que acaba devorando a los inevitables decepcionados y a los siempre vulnerables. Lo bonito de El Reverendo, una película que, paradójicamente, se va tornando más optimista conforme pasa el metraje, es que Schrader ve una salida a este laberinto: amor terrenal por encima de valores intangibles. Para toda la carga ideológica que sustenta la cinta, sus momentos álgidos son físicos y apasionados, en un gesto de flexibilidad mental que este indómito cineasta reserva como punto y final a una película que comienza como un pesado sermón, y termina como un soplo de aire fresco. Para el espectador y, quiero, deseo sospechar, para el propio Schrader.



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