Damaris Del Carmen Hurtado Pérez: Los puentes de Madison (1995): «La mirada nómada»

La mirada nómada

«Los puentes de Madison», Clint Eastwood.

Estados Unidos, 1995. Título original: The Bridges of Madison County. Director: Clint Eastwood. Guion: Richard LaGravenese (Novela: Robert James Waller). Productora:: Warner Bros. / Amblin Entertainment / Malpaso Productions. Fotografía: Jack N. Green. Música: Lennie Niehaus. Montaje: Joel Cox.Reparto: Clint Eastwood, Meryl Streep, Annie Corley, Victor Slezak, Jim Haynie, Sarah Kathryn Schmitt, Christopher Kroon, Phyllis Lyons, Debra Monk, Richard Lage.

Francesca camina por el puente de madera atusándose el vestido blanco mientras la cámara, tímida, se mantiene a cierta distancia. Las miradas entre Robert y Francesca se suceden. El plano y contraplano parecen abrir los ojos para captar una naturaleza que, solo por unos momentos, es jardín del mundo. Los encuadres no encierran a Francesca, tan cómplices ya de la escena como el ruido de los pasos sobre el quejicoso suelo. Anteriormente, Elia Kazan intuyó en Esplendor en la hierba (1961) que la esencia del melodrama juvenil debía concebirse como una fuerza que arrasaba el plano en el instante en el que Bud Stamper abandonaba el coche y contemplaba la cascada cuyo torrente parecía emborronarse a medida que la cámara se sedimentaba en los ojos surcados por cataratas de frustración de la joven pareja. Eastwood abandona el agitado caudal de Kazan y opta por mostrar el encuentro de dos almas en unos inconmensurables océanos de espacio descritos por Whitman. Un océano de espacio cuya distancia se mide ya no en esa cámara que se aferra al cuerpo de Francesca como punto cardinal, sino en la mirada de la mujer a través de la pequeña rendija resquebrajada en la madera del puente. Esa mirada a través de la rendija (imagen I) probablemente condense uno de los gestos clave en la carrera de Eastwood: la del testigo invisible situado más allá de las postales, una obsesión por el punto de vista individual y el contraplano subjetivo de todas aquellas miradas anónimas. Decía Whitman también que la hoja de hierba no es menos que el día de trabajo de las estrellas y hay algo de eso la mirada de Francesca. En el cine de Eastwood sobrevuela un pensamiento intuitivo, una necesidad de trascender reafirmando al individuo y su relación original con el universo como proclamaba Waldo Emerson.

▼ Imagen I.
Los puentes de Madison, Clint Eastwood.


«Esa mirada a través de la rendija (imagen I) probablemente condense uno de los gestos clave en la carrera de Eastwood: la del testigo invisible situado más allá de las postales».


De ahí que el siguiente plano subjetivo desvele a Robert preparando la cámara (imagen II) que no tardará en inmortalizar a Francesca. Toda la secuencia se organiza a partir de dos puntos de vista: el de la cámara de Eastwood aproximándose al universo íntimo de Francesca y el de los ojos de esta dedicando una mirada suave, almidonada por el rumor de las cigarras, a Robert a medida que este prepara su particular puesta en escena. El paseo titubeante de Francesca por el puente de madera es el de una intimidad trémula, curiosa y conflictiva. En el condado de Madison el sol parece reverberar con más fuerza en el óxido de la camioneta de Robert y el encuentro entre los desconocidos se mide en el gesto clandestino de una mano que acude a la guantera o en el virus del lenguaje que provoca vacilaciones, silencios y, en definitiva, quebrantos de cuerpos en los que la imagen aporta una pegajosa proxemia de planos cortos. Esa es la intimidad conflictiva en la Iowa de los años 60, microcosmos de beatitud explícita y languidez verbal en porches con la pintura comida que huelen a limonada demasiado dulce. Conflictiva porque Eastwood consigue que la subjetividad femenina se imponga por completo al registro mecánico de la cámara, a la imagen ideal de un fotógrafo que ha gastado mucho tiempo buscando la portada y poco pensando la contraportada. Porque a través de esa rendija se asoma la mirada de la contraportada, el escepticismo del cineasta que desmonta los días de trabajo bajo las estrellas del aventurero fotógrafo con las hojas de hierbas acariciadas por Francesca cuando tiende la ropa sumida en la resignada rutina. Comprender que el universo íntimo de Francesca centra la mirada de la cámara es asumir que para Eastwood el melodrama es el género en el que la mujer no nace del deseo, sino que se hace a partir de su afirmación, reformulando una de las máximas de Beauvoir.

▼ Imagen II.
Los puentes de Madison, Clint Eastwood.


«A través de esa rendija se asoma la mirada de la contraportada, el escepticismo del cineasta que desmonta los días de trabajo bajo las estrellas del aventurero fotógrafo con las hojas de hierbas acariciadas por Francesca cuando tiende la ropa sumida en la resignada rutina».


Francesca concluye el paseo por el puente y se produce un duelo entre su mirada y el objetivo de la cámara de Robert. Se asoma y contempla el otro lado de la estructura con esa timidez también curiosa, trémula y conflictiva (imagen III). Es ella la que se acerca de la cámara para que, de nuevo, el contraplano subjetivo muestre el dispositivo al final del puente. Una confrontación entre la gran imagen de América y la pequeña imagen de América. Eastwood advierte de que la historia de la imagen de Estados Unidos siempre se va a narrar a través del encuadre por excelencia del western: angulación baja, composición centrada, rostros barrocos y naturalezas de un polvoriento romanticismo. Una historia que se ve a través de duelos en los que las miradas disparan puntos de fuga y las heridas mellan el plano a través del silencioso viento y el invisible polvo. En cierto modo, cuando Francesca dispara su mirada contra la cámara el duelo se resuelve y el plano sangra, un poco, un leve borboteo de emociones que quieren expiarse. No hay vendajes en forma de crepúsculos o muecas áridas. Tan solo la certeza de que la pequeña imagen de América ha vuelto a ocupar la contraportada. La gran imagen, la de los puentes en naturalezas estáticas (imagen IV) que cartografían la ambición estadounidense, ha desaparecido. Un duelo entre sistemas de ver en el que Francesca extiende su intimidad a partir de la ausencia visibilizada en esa pasarela cobijada del sol, en el largo camino hacia el punto de fuga que aparece bañado en sombras. Una larga distancia y una ausencia en la que lo femenino tiene sentido y crea sentido. Robert aguarda recogiendo flores, siempre abajo, en la porción inferior del plano. La mirada femenina llena el espacio con una acogedora desterritorialización del melodrama en pequeños esplendores de afecto y no en grandes resplandores de pasión.

▼ Imágenes III & IV.
Los puentes de Madison, Clint Eastwood.


«Una historia que se ve a través de duelos en los que las miradas disparan puntos de fuga y las heridas mellan el plano a través del silencioso viento y el invisible polvo». 


Al final de la secuencia la cámara ya queda atrás. Todo registro oficial, toda unidireccionalidad de la mirada siempre esconderá la intrahistoria que ahora viven Francesca y Robert. Él aparece cortado por el encuadre incapaz casi de mantener la mirada. Ella llena el encuadre (imagen V), capaz de conjurar en algún camino perdido de Iowa el conocido misterio del melodrama, a saber, que el amor es primero una imagen y sigue siendo una imagen mucho tiempo después. Suenan los acordes de Lennie Niehaus, también tímidos, y el gesto que se asoma a la grieta de los labios de ambos no sabe muy bien cómo concretarse. “El hombre es fotografía, pues solo el que pasa, y lo sabe, quiere perdurar” sentenció Debray. Francesca y Robert son una fotografía en composición y en constante concreción. Difusa pero enfocada en ese instante cualquiera. Francesa parece decir “aquí estoy, aquí está mi mirada, aquí soy en el mundo y estoy en el mundo, mi cuerpo vive en el espacio en la medida en que es el espacio, estoy condenada a tener sentido”. Lo que Eastwood consigue es trascender el relato y cualquier mecanismo narrativo — qué importa la voz en off, el flashback que conecta el relato familiar de Francesca o cualquier digresión — para resaltar que la pequeña imagen de América es la que se filtra a través del gran relato. Poco importa qué metáfora de la visión se escoja para analizar el relato — el encuadre, la ventana o el espejo — pues Eastwood propone una mirada cruda e instantánea. Una mirada inestable que se concreta en ínfimos gestos que quiebran la robusta presencia institucional de una camioneta Chevrolet o unos Levis: la mano temblorosa de Francesca que se aferra al manillar, los dedos frenéticos de Robert que tamborilean sobre el tejido vaquero. El final de esa secuencia es el instante en el que el universo íntimo de ella encuentra un destello donde él solo vería un puente viejo. La ausencia se llena con intimidad y diferencia, pues para Francesca ese instante es el alba teñido de ocaso: una emoción que ya nace con un final. También para Eastwood, cuya historia de América es la de un país que mira al pasado despidiéndose del futuro. No tanto una despedida como una sutil elegía que llama a los fantasmas de muchas épocas y los viste con tejidos de nobles hilos. De una película que apelaba a otros paisajes afectivos similares como Memorias de África (1985) Ángel Fernández- Santos dijo que “es una película transparente, se ve y se oye con tanta facilidad que quedan ocultas a la primera mirada algunas de sus complejidades”. Se puede añadir que Los puentes de Madison es una película que se ve, se oye y se toca con tanta facilidad que quedan ocultas a la primera mirada algunas de sus complejidades, pero que pueden explorarse con la mano de Francesca a medida que esta las palpa talladas en la madera del puente.

▼ Imagen V.
Los puentes de Madison, Clint Eastwood.


«Los puentes de Madison es una película que se ve, se oye y se toca con tanta facilidad que quedan ocultas a la primera mirada algunas de sus complejidades, pero que pueden explorarse con la mano de Francesca a medida que esta las palpa talladas en la madera del puente».


Así, el ocaso de ese romance difuso pero instantáneo, breve pero perdurable, solo puede acabar con la reivindicación final de la mirada subjetiva femenina a la que se niega dolorosamente el acceso al universo íntimo. La mirada de Francesca ya no es ni curiosa, ni tímida ni trémula (imagen VI). Aparece empañada por la lluvia como la catarata que nublaba la vista de los amantes de Elia Kazan; sin embargo, no hay torrentes ni cascadas, tan solo meras gotas resignadas ahogándose en el ruido del motor y una emoción atizada por el limpiaparabrisas. Si el amor es el prólogo de una despedida, su imagen bien podría ser ese contraplano en el que el punto de vista de Francesca inunda un encuadre húmedo: los ojos que lloran, la mano de él acariciando el crucifijo y, de nuevo, un dispositivo de mirada como el retrovisor manteniendo un duelo con la intimidad femenina. Para Rosi Braidotti el ángel de la historia avanza de espaldas hacia un futuro que ni controla ni predice al explicar su visión de la mujer como un sujeto nómade. Por un fugaz instante, Eastwood insinúa la fantasmagórica presencia de ese ángel mirando hacia atrás (imagen VII) por el retrovisor, como si fuera consciente de que todas las imágenes previas “solo” han servido para llegar a ese rostro de Robert que el espectador debe imaginar, pensando en que probablemente cuando Robert se mire en el espejo solo alcance a encontrar el abismado reflejo de un rostro que siente vértigo al contemplar todo lo que no será. Por su parte, Francesca siempre será esa nómada condenada a tener sentido en intimidades ajenas mientras proyecta sus afectos mirando siempre hacia adelante. Mientras tanto, el conocido misterio de su mirada se seguirá batiendo en duelo, seguirá serpenteando en las imágenes de cuerpos cuyos cariñosos escorzos dejan un rastro en las sábanas húmedas de un cine que deambula por un duermevela apacible en el que las miradas bailan en el letargo de todo lo es posible.

▼ Imágenes VI & VII.
Los puentes de Madison, Clint Eastwood.



Javier Acevedo Nieto |
© Revista EAM / Salamanca





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