Damaris Del Carmen Hurtado Pérez: Crítica | Entre perro y lobo
Las armas requieren espíritu, como las letras
El esquematismo argumental puede beneficiar tanto como resultar un inconveniente para cualquier película. Por hablar de cine reciente, muy esquemática es la línea argumental de Lúa Vermella de Lois Patiño, pero esa aparente debilidad se suple a través de la imagen y el sonido para que la fábula alcance plena dimensión telúrica. Débil es la línea argumental de Para la guerra de Francisco Marise, el precedente más próximo a la película de Irene Gutiérrez por su temática y por su manera de abordarla, y sin embargo, el argumento se enriquece por la personalidad del protagonista y porque según va contando su vida se alcanza un sentido global de lo que se va viendo. Gutiérrez puede haber pretendido algo similar, permitir que el espectador vaya acompañando el camino de los protagonistas para asumir lo que fueron y lo que siguen siendo, así como su importancia para la Cuba del presente, pero para quien escribe una cosa es lo que se pretende y otra lo que se consigue, y en este caso lo que se consigue es lo que se dice pretender evitar, el elogio de la naturaleza por encima de la importancia de los personajes, el envoltorio sin añadir contenido.
La obra se anuncia por su directora como una película no bélica, como una película en la que el paisaje no anula al personaje, como una película no propagandística. Pero ¿no terminará por convertirse en una película símbolo del síndrome de Estocolmo por la idea mitificada de una Cuba que no se explica? Se exige un mínimo de cultura histórica para entender quiénes son esos maduros soldados que atraviesan la Sierra Maestra, veteranos de las guerras participadas por la Cuba revolucionaria para ayudar a la emancipación de los pueblos africanos en el último tercio del siglo XX. Para ello la película comienza con imágenes de Angola, victoria de la esperanza, lo que podría provocar el error de considerar que Entre perro y lobo se sitúa en ese tiempo y espacio cuando su marco es el presente. A Gutiérrez le interesan sus personajes hasta el punto de olvidarse del resto, de darle algún sentido al viaje más que el literal que las imágenes, y sus palabras proporcionan. La conexión mental que se produce entre los tres uniformados, su nacionalidad y la revolución llega automáticamente, a partir de ahí lo hagiográfico queda asegurado si no se toma distancia, si no se compromete de alguna manera la evolución mecánica de los actos de entrenamiento militar a los que se someten estos resistentes.
Que existen personas de ideales inquebrantables es indudable, que esos ideales tengan que ser elogiables por sí mismos por su permanencia es un riesgo que la película no evita. Frente al personaje de Marise, que queda no sólo perfectamente definido, sino envuelto en la masa de una parte significativa del país; los tres veteranos de guerra filmados por Gutiérrez, junto con ese cuarto que aparece en una noche de campamento, parecen anclados en el tiempo, como si Fidel, Ché Guevara, Felipe Pazos o Camilo Cienfuegos siguieran perdidos por Sierra Maestra tratando de derrocar la dictadura de Batista. La idea de la revolución permanente de Trotski a Lenin, pasando por su adaptación a Latinoamérica por Carlos Mariátegui, se instala en la película pero sin saberse muy bien para qué. ¿Qué es más importante, la idea o las personas? ¿Y sobre todo, cuál es la idea a mantener? Asistimos a un deambular de ningún sitio a ninguna parte en el que, desde luego, no existe una argumentación ideológica sobre los porqués. Se da por sobreentendido que sabemos lo que defienden estos viejos combatientes, pero ¿son los ideales de la Cuba de 1957, los que se llevó Guevara en 1965, los que perpetuó Fidel de manera personalista y autoritaria, los de la Cuba del presente que ya no se sabe cuáles son? La directora termina atrapada por sus personajes, los filma creyendo que todo lo que hacen y son, o fueron, es importante y trascendente, pero no es capaz de transmitir esa importancia del ideal porque el ideal está ausente de la exposición.
Presentada en el Festival de Róterdam.
«El dispositivo de la película huye de explicaciones y se limita a seguir por la sierra a los antiguos militares. La naturaleza termina dominando el escenario e imponiéndose a los viajeros. Por eso siendo una película de corta duración termina haciéndose larga en su reiteración y falta de evolución».
¿Cuáles son los ideales detrás de ese entrenamiento militar en personas que se acercan, o superan, los 60 años de edad y que les lleva a dormir al raso, lavarse en los ríos de montaña, abandonar las comodidades de sus modestos hogares? No lo sabemos, sólo la simple voluntad de estar siempre listos, siempre atentos a una orden superior que les movilice en defensa de ¿la revolución? El dispositivo de la película huye de explicaciones y se limita a seguir por la sierra a los antiguos militares. La naturaleza termina dominando el escenario e imponiéndose a los viajeros. Por eso siendo una película de corta duración termina haciéndose larga en su reiteración y falta de evolución. Salimos de ella igual que entramos, tan sólo una reunión de una comunidad de excombatientes y una fiesta anual establece un paréntesis de agradecer para conocer, algo, no mucho, sobre la realidad social y económica del presente de gente que permanece fiel a unas consignas y ha sido olvidada por ese sistema que están dispuestos a defender como ellos mismos corean, “patria o muerte, venceremos”, un grito que, como toda consigna política se llena de grandilocuencia vacua y vana. Para que la película venza no es suficiente con saber que sus caminantes son inasequibles al desaliento, o que la imagen capturada sea bella; se necesitaría saber por qué se actúa así para no pensar que, simplemente, estamos ante dogmáticos inflexibles. Una oportunidad perdida para explicar las razones de mantener el statu quo desde las voces de sus defensores. Fieles perros a los que les basta una caricia del sistema para pretender transformarse en lobos y defender, o extender, la fe de sus amos | ★★☆☆☆
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