Damaris Del Carmen Hurtado Pérez: Andrei Rublev (1966)

El rostro de dios|

Andrei Rublev, dirigida por Andréi Tarkovski, 1966.

Unión Soviética. 1966. Título original: Andréi Rubliov | Андрей Рублёв. Director: Andrei Tarkovsky. Guión: Andrei Konchalovsky, Andrei Tarkovsky. Productora: Mosfilm Studios. Fotografía: Vadim Yusov (AKA Vadim Iusov) (B&W). Presupuesto: 1.000.000 RUR. Música: Vyacheslav Ovchinnikov. Montaje: Tatyana Egorycheva, Lyudmila Feyginova, Olga Shevkunenko. Intérpretes: Anatoly Solonitsyn, Ivan Lapikov, Nikolai Sergeyev, Nikolai Grinko, Irma Rausch, Nikolai Burlyayev, Mikhail Kononov, Rolan Bykov, Nelly Snegina, Yuri Nazarov, Yuri Nikulin, Nikolai Grabbe, Stepan Krylov, Bolot Beyshenaliyev, Irina Miroshnichenko.

Los grandes avatares políticos acaecidos en la historia de la sociedad rusa han condicionado su percepción del arte y la manera de representarlo. Así, la máxima de Lenin de «El arte ha de ser el reflejo de la realidad» cambió radicalmente con el chovinismo estalinista y su congelación expresionista. Un nacionalismo oligárquico que se desvaneció tras su muerte, originando el primer deshielo soviético con el que el país comenzó a sentar las bases de un arte más personal que se impondría definitivamente tras el final de la política de desestalinización. Andréi Tarkovski materializó ese libre albedrío artístico con Andrei Rublev (1966), una crítica voraz a la sociedad en general y al cristianismo en particular que, pese a ese progreso en la “libertad” de expresión, le costó la censura de su trabajo desde su finalización en 1966, hasta que pudo ser proyectada en Cannes tres años más tarde. El metraje se divide en varios episodios, aportando el punto de vista épico de los cantares de gesta o de los grandes poemas de la literatura homérica —aunque atendiendo a su sarcástico mensaje más parece una osadía que una Odisea—. Cada capítulo representa un pasaje independiente sobre el paso del protagonista, que da nombre al filme, Andréi Rubliov, desde que sale del convento en el que se encuentra recluido como monje, hasta llegar a Moscú, donde se dispone a pintar los frescos de la catedral de la Asunción. El director utilizó el pretexto biográfico para mostrar un desagradable momento de la historia rusa de principios del siglo XV bajo el yugo de los tártaros. Todas las partes, pese a estar dotadas de esa exclusividad no lineal, aportarán varios matices que finalmente servirán para la comprensión global del último y revelador fragmento. Una estructura episódica similar a la que usó Kurosawa —de quien encontramos una singular relación simbiótica con el Rublev de Tarkovski— en sus evocadores Sueños (Dreams, 1990), y que permitió que se tratara el tema artístico desde diferentes puntos de vista desconocidos hasta el momento. Adicionalmente, la seriedad y el rigor de su producción la convirtieron en uno de los referentes cinematográficos más representativos del arte y su significado.

La película parte con un prólogo que ayudará a la exégesis final del trabajo, en él se recurre a una visión alegórica de los hallazgos de Newton en el campo gravitatorio para mostrar la secuencia lógica de todo cuerpo una vez que alcanza una cierta altura (física o metafórica). El primer título nos traslada al año 1400. La trama no podría empezar de forma más shakespeariana, por medio del clásico bufón atolondrado que, pese a su apariencia de payaso al que nadie tiene en cuenta, casualmente se caracteriza por la sensatez y discreción de sus juicios. Elocuencia que no era entendida por la nobleza, quienes veían prudente tomarlo por loco o inteligentemente deficiente, por lo que se le permitían las osadías más impensables, como desafiar al mismo rey, a quien terminaría por nublar el juicio para influenciar en sus decisiones —El rey Lear, 1605—. El protagonista se muestra en este punto, el comienzo de su peregrinaje, muy ingenuo e impresionable, horrorizándose continuamente ante las irreverencias del juglar. El existencialismo se apoderará del mensaje una vez que el maestro de Rublev, Teófanes el griego, aparece en escena, frustrado por el propio conocimiento que le hace ver más allá de sus obras: «En la mucha sabiduría se esconde un mal todavía mayor». Una frase a la que recurriremos posteriormente, en el proceso de conciliación final, cuando el protagonista alcance la edad de su mentor y afronte la verdadera soledad y dedicación absoluta del artista. La proximidad de la muerte determina la urgencia de dejar un legado con el que se nos recuerde. Un maestro cuyo estilo abigarrado fue superado por la sencillez homogénea de su discípulo, dando como resultado una mezcla de orgullo personal, envidia ególatra y frustración por un talento desperdiciado por culpa de la ausencia de madurez de su pupilo, que le impide encauzar sus aptitudes sabiamente. Aparecen en este momento las primeras observaciones objetivas del protagonista hacia aquellos que cuestionan la fe, o mejor dicho, las instituciones terrenales que la representan. Esos herejes que serán vilipendiados y expulsados, afrontando una vida de persecuciones y adquiriendo un carácter solitario y salvaje, como el personaje del Ronin en la cinematografía del mencionado Kurosawa, de la que también se sacan conexiones en cuanto al colosalismo de las grandes batallas y la opulencia del destructivo imperio tártaro. En este punto, la mezcla de majestuosidad fotográfica y ácido simbolismo alcanza su cumbre en la escena de la penitencia. Se establece que el sacrificio religioso no es más que un acto interesado —al contrario de lo que enseñan las sagradas escrituras que tanto se veneran—, llevado a cabo por crueldad y egolatría mayestática «Jesús quería destacar por encima de todos los apóstoles, por eso les abandonó de manera arrogante y dejó la lucha para convertirse en mártir».



«La analogía sugestiva de Rublev y Tarkovski es evidente. Ambos fueron genios del misticismo que alcanzaron la excelencia en el interior de templos sagrados. Es en la iglesia cuando se observa la mayor teatralidad y la composición pictórica utilizada por el realizador, que continúa su batalla contra los principios de la moral cristiana, ridiculizando con ironía el machismo creacionista dogmático».


«Cuando me dijeron que ella estaba muriendo, pasé toda la noche luchando contra Satán, y al final me alcé victorioso». William Faulkner también recurrió a la perspectiva múltiple para representar la lucha religiosa interior que se lee en la cita extraída de Mientras agonizo (As I Lay Dying, 1930), o en los presentes episodios de Celebración y Día del juicio, en los que el estado laico es representado como una quimera delirante. Rublev deja de ser un ente pasivo y meramente observador para comenzar a interactuar libremente y descubrir lo prohibido: ese libertinaje atrayente que tomaba por brujería. Las llamas del infierno rodearán al héroe, la tentación será demasiado grande y, pese a que intenta huir, una pregunta resuena en su mente de manera lo suficientemente contradictoria como para hacerle mirar ineludiblemente hacia atrás «¿Es el amor un pecado?» Su destino tras el yerro no será convertirse en estatua de sal, sino el inicio de su metamorfosis, que se verá completada cuando se le fuerce a asesinar (en defensa propia), renunciando así a sus convicciones y comenzando un periodo de ascetismo indefinido. La analogía sugestiva de Rublev y Tarkovski es evidente. Ambos fueron genios del misticismo que alcanzaron la excelencia en el interior de templos sagrados. Es en la iglesia cuando se observa la mayor teatralidad y la composición pictórica utilizada por el realizador, que continúa su batalla contra los principios de la moral cristiana, ridiculizando con ironía el machismo creacionista dogmático. La dramaturgia del director se verá fortalecida mediante el uso imprescindible de las sombras en el episodio de El silencio, que da paso al desenlace y nos lleva a recordar aquella sensacional película de Bergman, que casualmente también se llama El silencio (Tystnaden, 1963), donde mostraba las sombras de los tanques (en contraposición a los caballos de Tarkovski) como sutil reflejo de la destrucción y el estado marcial.


«Posiblemente sea, junto a Guerra y paz (Tolstói, 1869), la obra más importante del realismo ruso».


Es un cine de grandes contrastes, tanto técnicos —la película muestra una fotografía en blanco y negro antagónica a las pinturas del protagonista, caracterizadas por su impresionismo colorista (particularidad que será especialmente observable al final del metraje, con la reproducción de la obra selecta del iconógrafo a todo color)—, como conceptuales —la belleza de esa fotografía queda envilecida por una constante animalización de los personajes (brutalidad de los nobles villanos y salvajismo de la clase media-baja que lucha por un trozo de carne arrojado desdeñosamente)—. Como decíamos al principio, los innumerables matices expuestos por el director convergen inexorablemente en el capítulo final, donde se muestra el proceso de reconstrucción como nuevo comienzo, el eterno retorno como medio de resurgir de las cenizas, unas cenizas húmedas a consecuencia de la infatigable lluvia torrencial. Se vuelve a la organización industrial tras el estado caótico de destrucción. El protagonista recupera su estado pasivo y abúlico, dedicándose a la mera observación. Ya no interviene en las acciones que le rodean y acepta con resignación su destino. La gran profundidad de campo comulga con los espectaculares contraluces para mostrar de nuevo a un niño en tareas de adulto, la infancia es un periodo inexistente en el cine de Tarkovski. Sin embargo, mientras que en su anterior película, La infancia de Iván (Ivanovo detstvo, 1962), el mensaje era mayoritariamente visual, en Andrei Rublev el diálogo juega un papel protagonista. Las voces se producen fuera de plano, la imagen prescinde del narrador para darle más fuerza y trascendencia al mensaje. El monumentalismo asociado a este género se aprecia tanto de manera visual (exteriorizado por el uso de numerosos planos grúa de una profundidad poética asombrosa, creando una percepción de aislamiento y soledad que poco tienen que envidiar a la oscarizada fotografía digital y ultra-tecnológica de Gravity), como simbólicamente abstracto (donde el lenguaje naturalista del director, que resulta inquietantemente primigenio, incide en el sonido de la lluvia, el fuego, el viento y el chapoteo en el fango de los animales como constantes durante las más de tres horas de metraje). Posiblemente sea, junto a Guerra y paz (Tolstói, 1869), la obra más importante del realismo ruso.


Alberto Sáez Villarino |
© Revista EAM / Alicante


Nota| Artículo publicado originalmente el 22 de julio de 2014. Reeditado en enero de 2020.



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