Damaris Del Carmen Hurtado Pérez: Crítica: Video Blues, de Emma Tusell

La nieve en el recuerdo

Crítica ★★★☆☆ de «Video Blues», de Emma Tusell.

España, 2019. Título original: Video Blues. Directora: Emma Tusell. Guion: Emma Tusell y Laura Sipán. Productora: Estela Films. Fotografía: Javier Cerdá. Música: José Tomé. Montaje: Juan Barrero y Emma Tusell. Reparto: Alfonso Postigo, Javier Cerdá, Emma Tusell, Mercedes Sánchez Rau, Sofia Teixeira-Gomes.

La madre camina por el paseo de tablones de madera [imagen I]. La hija se desvía por otra ruta trazada por el pequeño puente que se abre en las marismas. El sol cae sobre ellas y los pequeños juncos se contorsionan hasta rozar la madera. Hay algo de humedad en el plano, los rayos de sol parecen haber atravesado la lente de la cámara y la mezcla de humedad y calor ha generado una pequeña capa de calima que se adhiere y afecta al enfoque. Las dos siguen caminando por caminos separados. No se puede decir que se aprecie algo de nostalgia en la imagen, tampoco un gran misterio. Más bien es una certeza, de esas que levantan un leve dolor en la nuca cuando uno sabe que está pasando algo. Probablemente premonición sea la palabra más acertada ya que las dos mujeres saben que ese paseo no va a volver a repetirse. Si se desea mistificar un poco la atmósfera, ahora se entiende por qué las cigarras ensordecen el plano. La naturaleza de la imagen se niega a revelar su condición de premonición anunciada y se rebela contra su creadora echando un poco de vaho contra la mirada de quien observa ese recuerdo familiar. Cuando el paseo parece acabar y Emma Tusell anuncia con su voz omnisciente que jamás volverán a salir juntas, la imagen se revela. En un gesto de montaje de esos que hacen doler la nuca Tusell rebobina la imagen. El paseo vuelve a repetirse y esta vez los rayos de sol se repliegan, los juncos dejan de contorsionarse y se erizan de miedo, la lente absorbe la calima y el crujido de los pasos sobre la madera es sustituido por el ruidito del efecto de vídeo. La secuencia rebobinada culmina con madre e hija juntándose justo antes de separarse, para volverse a separar tras congelar la duración del instante. Un gesto de contrapuesta en escena en el que la memoria se enmienda a sí misma. Un recuerdo arrepentido que dibuja un pentimento en la imagen, una marca, una corrección. Ese gesto de montaje es profundamente democrático. Iguala a la hija que no quiere ver alejarse a la madre con la cineasta que no quiere que esos fotogramas queden sepultados uno detrás de otros, iguala al espectador que no quiere ver el negro que pone fin al recuerdo e iguala al crítico que no quiere que esa azarosa metáfora visual concluya. Es difícil hallar gestos democráticos, gestos capaces de convocar sentido sin saber muy bien cómo explicarlo o dar una razón por la que está ahí. Sin embargo, ahí está la esencia un poco amarga, agridulce mejor, de una emoción gestada durante muchos años. Más complicado resulta expresar ese exceso de emoción en una economía de la imagen y la atención que premia la contención, los afectos individuales y la regulación del yo. De ahí que ese gesto de montaje rebobine afectivamente hasta excederse e igualar todo. En el exceso afectivo de la secuencia se rompe toda jerarquía emocional. Es un gesto democrático porque todas las emociones —la rabia por la madre que se aleja, la pena por la madre que nunca se acercó lo suficiente, la alegría por hallar el encuentro en la distancia— conviven sin jerarquías. La auténtica intensidad de una vida se mide en los momentos en los que todo se mezcla. En la eterna duración de un instante suspendido entre el olvido y el recuerdo.

Video Blues, Emma Tusell.
Imagen I.

«El dolor de confrontar la subjetividad de la hija con la subjetividad del padre y la madre a través de qué decide grabar cada uno desemboca en un duelo que se libra en el montaje. Aquí se elucida una intersubjetividad no negociada, un intercambio de reproches de emociones que se arrojan en forma de cortes, transiciones y rebobinados».


Video Blues es una apología de una memoria repleta de marcas y pies de imagen que intentan corregir los recuerdos. Tusell realiza acotaciones en la imagen a través del montaje: el ruido de la ruedecilla del ratón haciendo zoom en un rostro, el mecánico rechinar del rebobinado, el frenético murmullo de cientos de recuerdos volviendo hacia atrás en pocos segundos cuando la cineasta siente la necesidad de volver a una página concreta de su diario audiovisual. Cuando Stanfield abordó los filmes de Mekas los describió como diary films, filmes-diarios que volcaban la subjetividad del artista a través de una dispersión de su microcosmos afectivo desparramado sobre el encuadre. En esa tradición se inserta Tusell, pero lo hace reescribiendo el film-diario de su padre que contiene todas las grabaciones en VHS que realizó el progenitor. La reescritura es un proceso doloroso en la que la cineasta vuelca un microcosmos en el que los afectos perdidos no tienen una imagen: la ausencia de los padres, la necesidad de atención, el olor de la habitación de las cuidadoras que los sustituían. Cuando la reescritura se topa con partes de la memoria que no tienen imágenes los recuerdos se tambalean y entonces aflora la capacidad del montaje para remendar los agujeros e intentar dar sentido a lo que se ve. No obstante, sería lógico pensar que a medida que la memoria avanza el olvido retrocede, es decir, que a medida que Tusell puebla el paisaje emocional del recuerdo el olvido se muda de la habitación vacía; sin embargo, persiste un extraño balance en el que memoria y olvido dialogan, en el que late el presentimiento de que siempre hay algo que no se concreta. Un presentimiento augurado una y otra vez como atestigua la nieve en forma de pequeñas rayas en la imagen. Vídeos rebobinados una y otra vez que consiguen que en las miradas que miran a la cámara, en las arrugas de la piel y en los dedos que agarran la cámara parezcan genuinas copias de instantes revividos.

La diferencia entre Video Blues y otros filmes basados en el montaje es que Tusell arroja sobre el encuadre recuerdos que parecen no pertenecer a instantes privilegiados de la memoria, sino fragmentos cualesquiera de intimidades a la deriva que se encarga de intentar componer y resignificar. Es en esa capacidad expresiva para dramatizar la memoria doméstica en la que se impone una plasticidad de emociones que juegan con la robustez aparente de los recuerdos filmados por el padre: paseos por la montaña, un día de Reyes, un viaje cualquiera. Verdaderamente, el dolor de confrontar la subjetividad de la hija con la subjetividad del padre y la madre a través de qué decide grabar cada uno desemboca en un duelo que se libra en el montaje. Aquí se elucida una intersubjetividad no negociada, un intercambio de reproches de emociones que se arrojan en forma de cortes, transiciones y rebobinados. Más que nunca, se asiste al compromiso de Tusell con lo que Brea definió como promesa de memoria. Es un compromiso con un régimen de mirada distinto, basado en un código de emociones y recuerdos que ni su pareja comprende. Es un compromiso que congela y detiene el tiempo y que extrañamente resulta accesible para todos. Es un compromiso en el que Tusell se define como una recopilación de recuerdos que hablan de relatos que intentan decir quién fue o quién quiere ser. Como si ser montadora —antes que cineasta fue montadora de, entre otros filmes, Magical Girl— radicara en ser una inmigrante permanente entre imágenes que le cuentan relatos que siempre están empezados y nunca estarán terminados.

Video Blues, Emma Tusell.
Imagen II.

«Video Blues habla de la condición autobiográfica, de la necesidad de encajar el recuerdo en la institución de la memoria. Tusell consigue, no obstante, ser radical en su metadiscurso a través de la voz en off: lo que no se ve es tan importante como lo que se ve».


En el fondo, Video Blues habla de la condición autobiográfica, de la necesidad de encajar el recuerdo en la institución de la memoria. Tusell consigue, no obstante, ser radical en su metadiscurso a través de la voz en off: lo que no se ve es tan importante como lo que se ve. Al igual que parte de la obra de Sadie Benning, su voz no pretende narcotizar las imágenes con el dulce sopor de una identidad recuperada o la reconciliación con el dispositivo. La aparición de la imagen de la cineasta es la de un Otro que no encuentra hueco en la representación, como si el cuerpo que aparece reflejado en unas gafas de sol o de forma esquiva en la cámara del padre correspondiera con un momento del ser situado en un punto de origen distanciado social y temporalmente, como apuntaba Catherine Russel. La reconstrucción de las memorias familiares es, en el fondo, una contrahistoria en la que el tiempo duele. La distancia de Tusell es recelosa, todo aquello que decide mostrar lo recuerda, pero no lo experimenta. Es una experiencia con sus propias imágenes de una alteridad extrema. Blanchot pareció anticiparse al decirse que el arte «está ligado a la muerte entendida como experiencia del límite». En el paseo de madre e hija, en ese gesto de montaje se esconden vidas que deambulan por experiencias límites que migran del olvido y merodean por un recuerdo que se rebobina una y otra vez. Una memoria que se niega a morir y quiere ser congelada en la encrucijada de un día cualquiera, de un recuerdo tan liviano como quien tararea esa canción cuyo título nunca se recuerda.


Javier Acevedo Nieto |
© Revista EAM / Salamanca


Video Blues, Emma Tusell.
Imagen III.



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